Baroja, otra vez, el agnóstico
Hace unos días, a propósito del Carnaval, glosaba aquí las escépticas opiniones de Pío Baroja al respecto, motivadas por una relectura oportuna y oportunista de su libro Vitrina pintoresca, y aludía a la reciente aparición de Las horas solitarias, publicado, como el anterior, por Ediciones 98.
Ahora estoy leyendo, en dosis diarias que son vitamínicas y reconstituyentes, Las horas solitarias. Estoy enviciado, lo confieso, muchos años después de mis lecturas adolescentes, con Baroja. Qué pocos escritores, incluyendo, por supuesto, a los más actuales, son tan estimulantes del pensamiento, por la sencilla razón de que Baroja, en sus artículos -y pese a su estilo entre retórico de otra época y desenfadado por sí mismo-, no sólo trata de asuntos plenamente vigentes -aunque no todos lo parezcan-, sino porque aporta un esplendor libre -que no se casa con nadie- de la observación y del razonamiento, que hoy necesitamos como el llover (que en estos días se demora como la libertad de pensar por cuenta propia).
Pío Baroja titula un texto Agnosticismo y teleología. Mientras va ensalivando sus explicaciones sobre las dos diferentes maneras de ver la vida, Baroja suelta una coz: “a mí no me importa nada la beocia cerril que va a los toros y oye misa con devoción”. Se cisca, para empezar, e importándole un bledo las reacciones, en las bovinas masas de su tiempo. Hoy hablaría de la beocia cerril que ve la televisión y que se postra ante el altar del polimórfico consumo.
Lo bueno que tiene Baroja, una de sus grandes originalidades personales, es que, siendo un pensador, no es un pensador elitista en primer término, atildado, distante, fastidiosamente aristocrático, sino que sus intemperantes, iluminadoras y duras opiniones, que, con frecuencia, lo alejan del común y lo hacen renuente a un etiquetado clasificatorio, proceden de un espíritu y de una inteligencia que se manifiestan con tanta briosa lucidez elaborada como espontaneidad medio cazurra. Y con contradicciones, claro.
En su artículo, Baroja explica que el agnóstico afirma que “el hombre no ha venido al mundo, sino que está -la cursiva es mía- en el mundo”. Y de esta sensación del agnóstico se derivan el escepticismo, el pragmatismo, el cinismo e, incluso, el oportunismo. Pero nunca el fanatismo. El fanatismo es cosa de los seres teleológicos, es decir, de quienes están convencidos de que la vida humana tiene un porqué y un para qué. De que “hemos venido” al mundo por alguien, por algo y para algo. En definitiva, y jugando con las palabras, el fanatismo es cosa de los individuos teológicos, sean creyentes en Dios o creyentes en el progreso obligado y fatalmente -destino, predeterminación, lucha- necesario de la humanidad y de la Historia.
Personalmente, creo que hay una posibilidad de equilibrio entre entender que no estamos aquí por nada ni para nada concreto y que, ya que estamos, podemos intentar combinar un cierto desapego respecto a cualquier doctrina que exija comportamientos obligados y un cierto apego a -dadas las circunstancias- mirar por el bien de todos y cada uno. La ética, tal vez a medias con el “carpe diem”.
El ser teleológico (el teológico, que también digo) no duda en afirmarse y afirmar, mientras que el ser agnóstico afirma que duda y siempre duda de cuanto afirma. Esto es de mi cosecha, y estoy dispuesto, en coherencia, a que pueda discutirse.
Lo que Baroja concluye al respecto es lo siguiente: Indudablemente, las dos tendencias, la de afirmar y la de dudar, son lógicas y humanas; el afirmar es más biológico, el dudar es más intelectual.
Y esta observación -que no es obvia- es muy interesante, según vemos cada día, pues la afirmación -contundente-, lejos de ser siempre el resultado de un proceso intelectual -y hablo de la opinión, no de la ciencia-, tiende a ser un acto visceral, biológico. “Porque lo digo yo”. No conozco a nadie que dude y manifieste su duda -y perdón por la expresión que viene ahora, tan ilustrativa de lo biológico- “por mis cojones”. Ni “por mis ovarios”, dicho sea en aras de la paridad. Desde luego, no es la genitalidad, tan biológica, la que empuja a dudar.