Gutiérrez Aragón, cuernos y comunismo
[caption id="attachment_218" width="150"] Manuel Gutiérrez Aragón[/caption]
Cuando el frío llegue al corazón (Anagrama) es la tercera novela de Manuel Gutiérrez Aragón, después de La vida antes de marzo y Gloria mía. Es la mejor de las tres, una novela magnífica, y sólo su título, a mi juicio, podría haberse mejorado.
Gutiérrez Aragón ha conseguido lo que es fundamental para el logro de toda gran obra literaria –y narrativa, en general-, el óptimo acoplamiento entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta, entre historia y lenguaje, entre lo que siempre se ha llamado con pereza el fondo y la forma.
Para ello ha regresado taxativamente a sus esencias originales, a un pequeño núcleo urbano y norteño, próximo al mar, también campestre, entre montañas boscosas. En un paisaje realista, en el que anidan los fulgores de lo extraño y de lo maravilloso, sugeridos –nunca subrayados- con levedad cautivadora y con una prosa que es poética en las dosis justas y necesarias –también sin enfatizar-, Gutiérrez Aragón cuenta una historia veraniega de iniciación a la vida, perfumada de sensualidad, dolor, goce breve y tristeza. El narrador dice: "¡Qué importancia da el estar triste! ¡Qué bella es la infelicidad absoluta!”. Dice también, con ese estilo preciso y sinóptico que ya caracteriza la escritura de Gutiérrez Aragón y la hace reconocible entre varias: “Vacas, diosas, hembras. La realidad es una de las cosas más raras que existen”. Estas frases recogen todo el aroma de la novela.
Cuando el frío llegue al corazón cuenta la historia de aprendizaje y tránsito del hijo del veterinario, un joven que, en la posguerra, en un estío caluroso y lluvioso, descubrirá con sorpresa, enojo y turbación, a través de la figura de su padre rojo y mujeriego, los claroscuros de la vida, la doble clandestinidad de la política reprimida y de los amores prohibidos e inconfesables. Desvelados los secretos familiares y sociales, mejor instruido en sus veraniegos deberes escolares –la filosofía y el griego-, experimentados los temblores del sexo que se vive y se calla, el muchacho estará en condiciones de tomar su propio y largo camino.
Después de los libros anteriores, se podría decir que Gutiérrez Aragón vuelve al universo de sus mejores películas –Demonios en el jardín (1982), supongamos-, y lo hace –allá los críticos más conspicuos- no como un guionista que se solaza, sino como un escritor de novelas en plena posesión de su oficio.
A veces, en este blog, opto por hacer notar que un buen escritor no está en lo más obvio, en aquel párrafo largo –el pasaje del mercado, por ejemplo- que sin duda ha trabajado con denuedo y que cualquiera distinguirá como hermoso y meritorio. El buen escritor aparece en un pequeño detalle. El joven narrador se topa con un amigo que mira las fotografías que anuncian una película en la vidriera de la sala de cine del pueblo. Y dice. “Las fotos estaban algo desgastadas por los bordes, agujereadas para sujetarlas a la madera”.
En efecto, desgastados por los bordes y agujereados, así solían estar los llamados fotocromos en los expositores a las puertas de los cines. Un escritor es alguien con experiencia, con mirada y con memoria visual que dispone de las palabras necesarias para transmitirnos con la apariencia de lo evidente y de lo verdadero lo que sólo es evidente y verdadero después de que él lo haya expresado con exactitud.