Albert Cossery: pobreza, pereza y felicidad
[caption id="attachment_274" width="150"] Albert Cossery. Foto: Sophie Bassouls[/caption]
Albert Cossery murió hace cinco años en su habitación del discreto Hotel La Louisiane de París, en Saint-Germain-des-Prés, donde había permanecido unos 63 años procurando no hacer nada y no tener nada, aunque, al final, llegó a poseer una neverita, un pequeño televisor y algunos trajes impecables con los que ejercitarse en sus queridas artes de la seducción, el dandismo y la bohemia del Café de Flore.
Apóstol máximo de la vaguería, llegó a decir que su objetivo al escribir un libro era que sus lectores decidieran no acudir a su trabajo al día siguiente. Vivió 94 años y publicó ocho libros nada más, de manera que, en gran medida, cumplió con lo que predicaba: la ley del mínimo esfuerzo. Esos libros han hecho de él un escritor raro y de culto, un marginal de lujo cada vez más apreciado por su hedonismo, incorrección política y moral y su talante anarcoide.
La editorial logroñesa Pepitas de Calabaza nos había ofrecido su novela más célebre, Mendigos y orgullosos (1955), y también un libro de conversaciones con el cineasta Michel Mitrani, indispensable para conocer la vida, la obra y la filosofía de este inclasificable autor que, nacido en el seno de la burguesía egipcia (cairota), decidió imitar a su padre, quien, siendo rico por casa, optó por no dar un palo al agua en toda su vida.
La misma editorial nos ofrece ahora Una ambición en el desierto (1984), lograda y peculiar mezcla de novela de aventuras, “thriller” político y manifiesto filosófico centrada en la difusión de las bondades del estoicismo, el epicureísmo y la vagancia constructiva: contemplar la naturaleza y el tiempo pasar, reflexionar, saborear la vida apartada, silenciosa y sin recursos, leer, fumar hachís y hacer el amor. La carnalidad y el consiguiente trato carnal son la esencia y el plan de la condición humana, perfectamente compatibles con el esmerado cultivo del espíritu, pues el sexo y el amor son inseparables de la dimensión espiritual del hombre.
Recomiendo vivamente la lectura de Una ambición en el desierto, libro pleno de adjetivos precisos, descripciones sensuales y frases felices. Y, a quien me haga caso, le recomiendo igualmente que no lea el texto de la contraportada, pues éste adelanta demasiados detalles de la trama de la novela.
Pese a lo dicho anteriormente, el argumento de la novela presenta, en cierto modo, un premonitorio y actual bosquejo del panorama de algunos países árabes del Golfo y más allá, con sus emiratos, sus tiranías, su violencia terrorista, su petróleo y el papel policial, corruptor y depredador de la que Cossery llama, sin citarla por su nombre, “la primera gran potencia imperialista”.
Ya se ha mencionado la incorrección de Cossery, que también puede verse como un lenguaje individualista y original que reniega de los rumbos y sistemas políticos que va tomando el mundo, particularmente del capitalismo y su tutelado o intervenido andamiaje democrático. Aclaremos, por otra parte, que Cossery nada tiene de socialista. Se limita a brindar por utópicos paraísos perdidos.
Samantar, un claro “alter ego” de Cossery y sus ideales, es el personaje principal de una acción que transcurre en un inventado estado del Golfo, en el que, felizmente y hasta ahora, no se ha encontrado petróleo. Y así escribe Cossery: “La pobreza del país había permitido que la vida discurriera perezosamente y que el pueblo se consagrase, sin esfuerzos degradantes, a ocupaciones provechosas como la pesca, la horticultura o una artesanía elaborada con indolencia y dignidad; ante todo, éste había señalado su resistencia a las modas decadentes continuando hablando un lenguaje humano. Era ese lenguaje el que subyugaba a Samantar, que en el mundo entero había sido reemplazado por un idioma bastardo sacado de los cubos de basura del comercio, que ya no concernía al hombre y que estaba desprovisto de toda noción de emoción y sentimiento”.
Aquí está, como en otras partes del libro, la propuesta de la pereza, de la indolencia y de las actividades sencillas frente a los “cubos de basura del comercio”, del mercado, del consumo, del capitalismo que pervierte las auténticas necesidades humanas. Bien. Pero Cossery se atreve a señalar la pobreza como palanca o suelo de una vida arcádica, y ahí va a encontrar detractores o, por lo menos, interpeladores que le exijan más explicaciones sobre la manera exacta y universal –no personal- de conciliar hoy pobreza y felicidad.