Los cuatro muertos de Thomas Wolfe
Periférica vuelve a entregarnos una novela corta del estadounidense Thomas Wolfe (1900-1938). ¿Novela? No. En rigor, Hermana muerte no es una novela. Se trata de un relato autobiográfico en primera persona en el que el malogrado escritor nos cuenta los cuatro encuentros que tuvo con la muerte, las cuatro muertes que presenció en primera fila durante los años en los que vivió en Nueva York. Como era frecuente en él, la narración, entre la objetividad de los hechos descritos y la subjetividad de sus propias reacciones, habilita un hueco para las reflexiones y se expande con un calculado lenguaje poético de gran belleza, entre la tragedia y la exaltación.
Wolfe vio morir, atropellado por un camión que destrozó su carrito, a un vendedor callejero; a un probable vagabundo que se desplomó sobre el suelo; a un obrero caído de las vigas de un edificio en construcción, y a un hombre gris que se quedó inerte, sentado en un banco de un andén del metro.
El libro, por supuesto, es una consideración sobre la muerte, sobre la “oscura y orgullosa muerte” que, de improviso, acude al encuentro de su víctima en el fragor de la cotidianidad de la vida urbana. No hará falta decir que es un libro negro, apesadumbrado y pesimista que, con tintes existencialistas, recalca el absurdo y el sinsentido de vivir y afanarse para no encontrar escapatoria. El autor, joven –tenía 33 años cuando lo publicó-, también muestra, en algunos momentos, y pese a todo, una fascinación por formar parte –hay una tensión entre el individuo y la masa- de la vida excitante de la gran ciudad, que no deja de estar cargada de promesas e incitaciones.
Y eso es también Hermana muerte, un magistral libro –con imágenes que nos hacen pensar en el cine- sobre la gran ciudad, sus escenarios y sus habitantes. Es un libro sobre Nueva York, con sus tiendas de lujo para damas elegantes, con sus rascacielos ganando altura, con su trajín de coches y peatones, con sus inmigrantes de varias nacionalidades –algo que se subraya-, con sus ruidos y olores, con el bullir hormigueante del suburbano.
El testigo de las muertes, Wolfe, entra en los inevitables corrillos de curiosos en torno a cada cadáver, aguza ojos y oídos, toma nota de las actitudes y los comentarios –a veces, atrozmente banales, perplejos y frívolos e incluso humorísticos para intentar una autodefensa ante el horror presenciado- y nos cuenta, con intencionada reiteración, el ritual áspero de los policías que acotan la zona y dispersan a los cotillas y la rutina de los médicos, enfermeros o sacerdotes que cumplen con su trabajo.
Wolfe termina reconociendo que ha perdido el miedo a la Muerte, porque la ha visto y conocido bien, porque ha convivido con ella, con su hermana Soledad y con su hermano Sueño.
Cuando el narrador va a entrar al metro, a encontrarse con “su” cuarto muerto, escribe: “…nos abríamos paso a empujones con tanta furia como si estuviéramos corriendo una carrera contra el tiempo, como si fuéramos a recibir alguna recompensa si conseguíamos ahorrar unos pocos minutos, siempre hacia adelante, tan rápido como podíamos. ¿Para llegar a alguna cita con la gloria, a algún evento feliz y afortunado, para alcanzar una meta de belleza, fortuna o amor en cuya resplandeciente marca se habían posado nuestros ojos?”.
Aquí está el absurdo de vivir corriendo para nada, tal vez para encontrar el rostro de la Muerte en un andén del metro. Está la descripción valorativa de dos fenómenos estrictamente contemporáneos de Wolfe, que nacen cuando él vive y escribe y van unidos en la ciudad desmesurada: la multitud y la prisa. La multitud segregará al individuo muerto y la prisa, entonces, se volverá quietud.