Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Anne Douglas Sedgwick y “La inquietante Hester”

12 agosto, 2014 12:02

<<“Supongo que la he odiado desde el primer momento en que la ví”, se oyó decir a sí misma Mónica Wilmott...>> Así empieza, y no es mal comienzo, La inquietante Hester (1929), novela de Anne Douglas Sedgwick (1873-1935), escritora norteamericana, de buena familia, afincada en Inglaterra desde niña. Y escritora totalmente desconocida para nosotros, pese a sus éxitos y a las versiones cinematográficas de sus libros, pues ha permanecido inédita en España hasta que Rey Lear ha editado la novela que nos ocupa.

Mónica Wilmott es viuda, una mujer madura, elegante y atractiva, una dama de corte victoriano estrechamente unida a su único hijo, Clive, que ha regresado malherido del frente de la Gran Guerra. Cuando se está recuperando, aparece en su vida Hester, una muchacha moderna y distinta. Clive se enamora de ella y se casa con ella. La relación entre la madre y el hijo nunca volverá a ser la misma, disturbada por la presencia de Hester, la mujer que Mónica odiará desde el primer momento en que la vió.

Sedgwick analiza minuciosamente los entresijos psicológicos de la vinculación enfermiza entre madre e hijo a la luz de la irrupción de otra mujer, de la mujer que ama al hijo y rompe con ello la ecología de los lazos –cariño, subordinación, confidencialidad- que unen a la madre y al hijo. Estamos ante un intimista drama soterrado, construido lentamente sobre el valor de los detalles, de los pequeños movimientos internos y externos que Sedgwick describe con admirable precisión dentro de una atmósfera asfixiante. La literatura de Sedgwick –como sugiere la prologuista y traductora de la obra, Susana Carral- no queda lejos de la prosa analítica y exacta de Edith Wharton y Henry James.

Pero no estamos sólo ante la singularidad de un desequilibrado triángulo amoroso –ni ante la probable universalidad del conflicto madre-hijo-nuera-, sino que Sedgwick amplía el foco hasta retratar un momento histórico en Gran Bretaña: la aparición de una juventud de ideas modernas que conmociona los cimientos de la vieja sociedad victoriana y provoca un choque entre generaciones.

Hester no es una chica vagamente moderna, sea por su aspecto o por su conducta genéricamente liberal. Hester tiene firmes convicciones feministas y socialistas, está familiarizada con el psicoanálisis, carece de ideas religiosas y se mantiene firme en su posición de educar a Robin –el hijo que pronto tiene con Clive- lejos del idealismo y de las fantasías supersticiosas. Ello agudiza, sin duda, el choque entre las dos mujeres, un choque en el que ambas se conducen, mientras pueden, con guante de seda sobre mano de hierro.

El narrador, con los ojos de Mónica, describe al principio a los amigos de Hester: “Algunos vestían de gris y llegaban cubiertos de polvo, con la ropa sin cepillar, otros resultaban pintorescos y usaban colores llamativos, pero ya se recostasen en el diván o se sentaran muy erguidos en las sillas, todos eran terriblemente inteligentes. Su risa hacía pedazos las creencias antiguas, su seriedad socavaba los principios más inquebrantables. Parecían no profesar ninguno de los credos de los que todo el mundo ha oído hablar, aunque defendían los suyos propios con encarnizada intolerancia y eran capaces de enfadarse mucho los unos con los otros”.

Tal vez por haber leído muy recientemente a David Garnett y a Gerald Brenan, y por haber vuelto a profundizar en su entorno, estas líneas anteriores me han hecho pensar en el Grupo de Bloomsbury –que Sedgwick ni menciona, claro-, entre el que Hester se sentiría cómoda, en esos jóvenes artistas e intelectuales que dieron carpetazo a la Inglaterra victoriana que representa Mónica, trauma de la India incluído.

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