Material para Alfred Hitchcock
[caption id="attachment_639" width="560"] Mildred Natwick y Edmund Gwenn en Pero... ¿quién mató a Harry? (1955), de Alfred Hitchcock[/caption]
Es lógico que la novela Pero… ¿quién mató a Harry? (1949) llamara la atención de Alfred Hitchcock, que la convirtió en película en 1955. En Estados Unidos tuvo un éxito escaso –el público no le encontró el punto–, y quizá por ello el director británico la consideraba su película favorita.
Crimen, erotismo, humor negro (y blanco), disquisiciones sobre la culpabilidad y la inocencia, adulterios, intriga plagada de incertidumbres y… una rubia. Eran materiales muy del gusto de Hitchcock.
Su autor, Jack Trevor Story (1917-1991), autodidacta y de origen obrero, llegó tarde a la literatura, pero se desquitó escribiendo y publicando sin parar, volcando en sus libros no poco de su caótica y chiflada vida personal y sentimental.
La acción transcurre en la idílica y boscosa urbanización de Sparrowswick Heath, y tanto el paisaje y el paisanaje como cuanto sucede despiden un fuerte aroma a campiña inglesa y están sazonados por un humor típicamente inglés, cuyos límites de corrección el autor –como tantos escritores ingleses– pugna por transgredir.
Un niño de cuatro años descubre, mientras se entretiene con una escopetita de juguete, el cadáver de un hombre en un brezal. La cosa consiste en que los adultos –especialmente los cuatro protagonistas principales– mezclan en sus reacciones, poco a poco, una total indiferencia hacia la triste suerte del presunto asesinado con una honda preocupación ante la posibilidad –ellos sabrán– de haber sido los autores, más o menos voluntarios, del asesinato, lo que desemboca en un intenso frenesí por enterrar y –según cómo van las averiguaciones– desenterrar al muerto.
Se desencadena un vertiginoso carrusel de hiperactividad que funciona como juguete cómico básicamente nutrido por el humor negro, pero, mientras las indagaciones y los planes avanzan entre incógnitas y disparates, van aflorando oscuras –y no tan oscuras– zonas del oculto y reprimido universo sexual y erótico que subyace en la tranquila comunidad.
Como artefacto argumental, Pero… ¿quién mató a Harry? –editada por Alba, con traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera– es, primordialmente, una pieza ingeniosa, y la ingeniosidad se manifiesta profusamente en los personajes, situaciones y diálogos, estos últimos –como las descripciones– a reventar de invención verbal rayana con el absurdo. Ciertamente, no hay que salirse del ámbito del humor inglés para insertar esta novela en una tradición, pero, a veces, me he acordado de Mihura y de Jardiel –sabemos de su querencia por lo británico–, tanto por la pirotecnia verbal como por esa manera de jugar, en el campo del absurdo, con lo negro y con lo blanco.
Hay momentos tontorrones que parecen eso, a primera vista, simplemente tontorrones, pero, segundos después, dejan ver la carga explosiva de ironía, cinismo, negrura y sátira que esconden.
En el lío, se descubre que un hombre y una mujer retozan por el bosque, y escribe Jack Trevor Story: “Era evidente que estaban casados, pero cada uno con otra persona distinta”. Éste es el tono de toda la novela, que se prolonga, en la misma página, con esta magnífica descripción de la mujer de la escena, en la que el autor se explaya –complaciéndose– más de lo habitual: “La mujer era rubia. Y lo que es más, era una Rubia, lo que se dice una rubia de manual. Una rubia con grandes rizos de oro macizo. Una rubia de ojos azules insípidos. Una rubia con los labios pintados con uno de los seis colores del pintalabios y de una de las seis maneras de pintárselos. Era una rubia de molde, producto en serie de la época, de las que salen a millones, concebidas por el progreso, nacidas del cine, de las revistas. Era una más de las mujeres anónimas y sin edad del siglo XX. No tenía nada suyo; nada en ella era ella. Era la rubia de Piccadilly, de High Street, de Market Street y de las viviendas de alquiler. La rubia de los momentos tontos de los jóvenes y de los momentos espléndidos de los viejos. La rubia que se encuentra uno en todas las ciudades, pueblos y setos del mundo. Todas tenían en común los productos de tocador, la ropa interior y la manera de decir “tal vez””.
El desahogo y el retrato son brillantes, y Jack Trevor Story deja ver una mirada lúbrica –la ropa interior– y una misoginia que –¡las rubias!– compartía con Alfred Hitchcock. La novela –con solteras, viudas, separadas y adúlteras– presenta más rasgos misóginos. Nunca la había leído, y ahora pienso que no me importaría ver hoy una nueva versión cinematográfica a cargo de Wes Anderson, Tim Burton o, en plan salvaje e iconoclasta, Todd Solondz. Les va.