La atormentada escritura de Edvard Munch
La exposición de Edvard Munch (1863-1944) en el Museo Thyssen ha suscitado el fervor de las masas. ¿Un estado de ánimo?, ¿una reacción nerviosa? Serían causas acordes con la esencia que el pintor noruego atribuyó a su arte. El caso es que no es fácil acceder a la concurrida exposición, menos aún en días festivos o en fin de semana. Está claro que El grito –mil veces utilizado, metamorfoseado y transformado por ilustradores y viñetistas- es responsable, con su versátil y universal capacidad simbólica, de este interés tumultuoso, que rebasa con creces el conocimiento general sobre el conjunto de la obra del agónico artista, que señaló que la muerte, la enfermedad y la locura fueron los “ángeles negros” que le acompañaron desde su cuna. Y el miedo, y la pena.
13.000 páginas es el montante calculado de su producción literaria -reflexiones, diarios, cartas, cuentos, versos…-, paralela en su enormidad y agitación a su producción pictórica. Casimiro, en Cuadernos del alma, ha condensado con directo didactismo en apenas 70 páginas de bolsillo la torrencial verbosidad del artista finalmente expresionista, mientras que Nórdica se extiende hasta cerca de 200 en El friso de la vida -título de un programado conjunto de sus lienzos- para, en tapa dura y con intención más estética, recoger y clasificar textos con mejores y más amplias ilustraciones al servicio de una edición más cuidada y perdurable. Las traducciones difieren cuando los textos son comunes a una y otra edición, al tiempo que algunos de esos textos sólo pueden encontrarse en una de ellas. Nórdica respeta más la escritura de Munch –pródiga en guiones y mayúsculas-, mientras que Casimiro ofrece una breve cronología, útil para hacerse cargo de un vistazo de las idas y venidas del artista, de sus amistades, de sus múltiples adversidades y trastornos: internamientos por alcoholismo y problemas nerviosos.
En permanente, confeso y convulso estado de desasosiego, los textos de Munch explican su pintura, son perífrasis y paráfrasis de ella, así como de la ambición, propósitos y tormentos de un pintor que, por encima de todo, proclama que la subjetividad inflamada de sus sentimientos es la fuente primordial de su arte.
Tomo (de Cuadernos del alma) y modifico -redacto a punto y seguido- una fundamental proclama de Munch (también está en El friso de la vida) sobre el arte y la naturaleza: “El arte es lo contrario de la naturaleza. La obra de arte surge del alma interior de un ser humano. El arte es la forma de la imagen materializada a través de los nervios humanos (corazón, cerebro, ojo). El arte es un anhelo de cristalización. La naturaleza es el ámbito infinito del que el arte se nutre. La naturaleza no es sólo lo que es visible para el ojo –es también las imágenes interiores del alma: las imágenes en el lado posterior del ojo”.
Cuando Munch escribió estas palabras, en 1907, no todos los pintores, ni mucho menos, oponían el arte y la naturaleza de forma tan contundente, fuera cual fuese su práctica pictórica. La atribución del arte al yo, al alma y a los nervios del artista se abriría definitivamente paso en el siglo XX. Ahora bien, es interesante la aparente contradicción final: las imágenes interiores del alma -las que el ojo, el corazón y el cerebro de cada cual han procesado- también son naturaleza.