Los tormentos de August Strindberg
August Strindberg escribió Solo en 1903. Había regresado a Estocolmo y se había roto, intempestivamente como siempre, su tercer y breve matrimonio, con Harriet Bosse. El dramaturgo, novelista, poeta, fotógrafo y pintor sueco moriría nueve años después, a los 63 años.
A Strindberg se le percibe en Solo (Mármara) más desquiciado que nunca –si es que tal cosa puede decirse-, aunque, entre el tremendo testimonio de Inferno (1898) y el aldabonazo final de El pelícano (1907), trabajando frenéticamente.
Solo –con traducción de Manuel Abella- no es una novela, sino un relato confesional de su apuesta y de su pelea con la soledad, una soledad elegida bajo el condicionante de una extrema nerviosidad, de una creciente misoginia y de la dificultad máxima para relacionarse con amigos, vecinos y conciudadanos.
En un momento dado (pág. 52), Strindberg hace un elogio de la soledad, de su apetecible programa vital en solitario: “Uno acaba siendo el único dueño de sí mismo. Nadie cuyos pensamientos controlen los míos, nadie cuyos gustos o caprichos pesen sobre mí. Es entonces cuando el alma comienza a crecer en su libertad recién adquirida, y se experimenta una inaudita paz interior, una alegría tranquila y un sentimiento de seguridad y de responsabilidad sobre uno mismo”.
Pero, leyendo Solo, comprendemos que de paz interior y de alegría tranquila, nada. La soledad le sienta fatal a un Strindberg tan lúcido como confuso y contradictorio, que se cuece en la propia salsa de sus miedos, manías y aversiones.
Si sale a pasear, se siente incómodo con la gente y ante la gente, asegura notar la enemistad de los desconocidos y considera una intromisión agresiva que las personas con las que se cruza le miren a la cara por un instante. Strindberg, sabido es, padeció paranoia, manía persecutoria.
Si se queda en casa, le molestan los ruidos de los vecinos –aunque también se altera si no los oye-, teme las visitas –no digamos la hipotética de uno de sus hijos-, se le avivan los fantasmas. A veces, se dedica a espiar a los demás, con o sin prismáticos, a meterse en los hogares vecinos observando de ventana a ventana, a menudo para sacar consecuencias tétricas sobre la convivencia, aunque, en otra ocasión, parece envidiar a dos enamorados, “felices de estar en mutua compañía”.
Strindberg, con gran instinto plástico, hace magníficas descripciones del paisaje. Otras veces, comenta su religiosidad, su “cristianismo aconfesional”, su lectura de la Biblia y de libros de devoción, pero él no puede atarse a una confesión. Encuentra algún alivio en el budismo y en la meditación.
En ese largo, pero breve a un tiempo, cuaderno de experiencia y reflexión que es Solo, el autor de La señorita Julia hace excursiones digresivas por los pensadores y escritores que admira, notoriamente por Emmanuel Swedenborg –teósofo y místico muy trastornado, que también optó por la soledad-, por Goethe y por Balzac.
Solo es otro impresionante testimonio del inacabable combate que un titán brillante y enfermo sostuvo con los demás y consigo mismo, con los ángeles diabólicos de la vida y de la muerte.