El testamento negro de Rafael Chirbes
Rafael Chirbes (1949-2015) comenzó París-Austerlitz en 1996, cuando todavía no era el novelista reconocido y jaleado que llegó a ser, y dio por terminado el texto en mayo del año pasado, meses antes de morir. Chirbes murió, al parecer, en cosa de días, pero tras la lectura de esta novela póstuma, y dadas las circunstancias, es inevitable pensar que el escritor tenía cuentas pendientes consigo mismo y con sus lectores, que le movía –consciente o inconscientemente- cierto ánimo testamentario –testamento negro-, la necesidad de una traca final, de un último estallido, de formalizar un demoledor legado.
París-Austerlitz (Anagrama) cuenta una historia de amor que dura unos meses, un amor espoleado y agobiado por una pasión sexual compulsiva y urgente que transcurre entre el placer y el asco, entre la exaltación y la repugnancia. Es una historia de amor homosexual, que atiende con precisión a ciertas características frecuentes en las relaciones homoeróticas, pero que, sin duda, aspira a elevarse a la generalidad de cualquier historia de amor. Del amor, visto con el pesimismo, la dureza e, incluso, la crueldad de Chirbes.
El escenario es París, y los amantes son el narrador, un joven pintor español, de muy buena familia, de ideas izquierdistas, menor de treinta años, y Michel, un obrero cincuentón, normando, de origen campesino, que ha acogido al primero, durante una ocasional carencia de recursos, en su pobre casa.
Esa historia de amor está condenada, como para Chirbes, probablemente, todas las historias de amor. No por la diferencia de edad, claro, sino por la carcoma que, inevitablemente para el autor, corroe toda historia de amor: el afán de posesión, los celos –incluso retrospectivos-, las probables infidelidades, la rutina, el hartazgo de los cuerpos, la escatología de las coyundas, la pérdida de la ilusión, la oscuridad del futuro, la mala gestión de las adversidades…Y los egoísmos, las cobardías y las mezquindades, que, en este caso, atesora sobre todo el narrador, que da testimonio de lo que vivió y malvivió con Michel con cierta necesidad de confesar, de aliviarse del peso de una culpa que, por otra parte, tiende –parece tender- a su pronta volatilización.
Tratándose de Chirbes, queda transparente un discurso sobre las clases sociales y su imposibilidad de armonía. El joven pintor de clase alta, por más ideas comunistas que haya profesado, está fatalmente destinado, como buen burgués, a volver al redil de su estirpe, a que afloren de nuevo en él las ideas de su educación jesuítica, la sombra alargada del padre autoritario y las exigencias de una madre controladora. De nada le valdrá odiar todo eso, porque todo eso representa una impureza activa en él e incompatible con la pureza de Michel.
La relación entre Michel y el narrador ya está rota –a iniciativa del segundo-, pero la puntilla será la enfermedad del primero, el sida –el mal y la plaga, en palabras de Chirbes-, que lo consumen en un hospital. La novela quedará también como un retrato terrible de esa enfermedad.
Según iba leyendo este texto implacable, comencé a pensar en el atroz universo de pintores como Lucien Freud y Francis Bacon. Al llegar a la página 53, el propio Chirbes (“carnes desolladas”) cita a Bacon y cita “las llagas” de Grünewald. Estas son las referencias estéticas, pero también las claves morales del libro de Chirbes que, por momentos, adquiere rasgos y elementos –ratas, larvas, insectos- de las pesadillas lisérgicas de un Burroughs, sin olvidar el concurso constante del sudor, el efluvio del alcohol, los rudos olores, todos los fluidos y excrecencias de los cuerpos…Sin apenas tregua. Con toda la precisión de una prosa decidida a no desviar la vista del dolor, de la pobreza, de la miseria moral. Y de sus ambientes, nocturnos y diurnos, pasados y presentes, habitados por perdedores, desesperados y, en ocasiones, también crueles. ¿Libro del desasosiego? Éste.
París de periferia, de emigrantes, de derrotados, de antros. El narrador (Chirbes, si se quiere) tiene, otra vez, la gran virtud de mostrar, de ir acumulando y dejando caer, de ir decantando sus materiales y su visión poco a poco, aunque siempre con determinación y concentración. Pero alguna vez es todavía más explícito: “Ahora no podía moverme por París sin que me apareciese una ciudad paralela, que para buena parte de sus habitantes y para los turistas resulta invisible, laberinto de comisarías, juzgados, instituciones de caridad, hospitales públicos y morgues (sin contar las hectáreas de cementerios y los kilómetros de cloacas y catacumbas que horadan el suelo). Detectaba por todas partes los depósitos de dolor y de miseria humana”.
He aquí una cartografía de París invisible, en efecto, para los turistas, el reverso de la ciudad idealizada por el arte y la cultura. Es una cartografía de París, pero es la cartografía del alma, de la vida, del amor, de la existencia, del mundo según Chirbes. Lejos del chispeante colorido impresionista y de la bohemia dorada, París no es una fiesta, amar no es una fiesta, vivir no es una fiesta. Chirbes, con inequívocas raíces literarias españolas, pone al día otro discurso: el de las fotografías de Eugène Atget y las novelas de Jules Vallès, Eugène Dabit y, por supuesto, Jean Genet. Un mazazo. Ahí queda eso y ahí os quedáis, parece decirnos Chirbes mientras se dirige (se dirigía) a la puerta de salida.