Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Historia de un viejo león

10 marzo, 2016 17:04

El muy anciano Sylvanus Heythrop, gigante del mundo empresarial de Liverpool –todo un carácter, todo un personaje-, se resiste a doblegarse pese a que está arruinado y acosado por los acreedores. Vividor, enérgico, implacable y obstinado –quizá más que estoico- aborda una dudosa operación económica, que incluye una triquiñuela no muy acorde con la legalidad, no tanto para mantenerse orgulloso –aunque también- en la cumbre de su declinante imperio como para favorecer y proteger a la poco fiable viuda de un hijo que tuvo antes de casarse y a sus dos nietos bastardos. Esta comprometida estratagema estrechará el cerco de los lobos que lo acosan, al tiempo que permitirá conocer el lado humano, sentimental si se quiere, de un hombre de hierro.

John Galsworthy (1867-1933), abogado y rico, recibió el Premio Nobel de Literatura un año antes de morir, y representó con Arnold Bennett (1867-1931) el último tirón exitoso del realismo británico decimonónico. Mientras que Bennett se ocupó más de las clases populares, Galsworthy se centró en las clases medias y altas adineradas. Uno y otro, con extraordinaria técnica narrativa, fueron al fin tildados de academicistas y constituyeron el muro a derribar por los escritores modernos tipo Virginia Woolf.

Sin embargo, la eficacia de Galsworthy está probada y no es pétrea. Reino de Cordelia nos ofrece ahora, con traducción una vez más de Susana Carral, El testamento del estoico, novela corta que, con otras cuatro, Galsworthy agrupó en 1918 en Five Tales. Por entonces, ya había publicado la primera entrega de su magistral y difundidísima La saga de los Forsyte y estaba lejos de escribir la trilogía agrupada en Una comedia moderna, su virtual punto y final, obras también publicadas en castellano por la misma editorial.

Manejando con pericia recursos clásicos, Galsworthy pone en pie en El testamento del estoico un formidable conjunto de personajes espoleados sea por la ambición, la envidia, el arribismo o la supervivencia a cualquier precio que libran batallas paralelas y, a la vez, interrelacionadas en torno a la titánica figura del en apariencia indestructible vejestorio Silvanus Heythrop. Un siglo después, la novela de Galsworthy sigue dando noticia -¡las comisiones!- de las turbulencias, ardides y trampas que se despliegan, con desiguales contendientes y sujetas a pasiones bien terrestres, en las cumbres del capitalismo, en los pasillos de clanes financieros familiares proclives a devorar al competidor o a ser devorados por él en trifulcas en las que fuertes y débiles usan armas manipuladas.

El viejo león se coteja con un joven mequetrefe de buena familia: “Cuando tenía la edad de aquel jovencito –veintiocho o los que fueran-, ya había hecho casi de todo: había subido al Vesubio, conducido un coche tirado por cuatro caballos, perdido la camisa en el Derby para recuperarla en el Oaks, conocido a todas las bailarinas y estrellas operísticas del momento, retado a duelo a un yanqui en Dieppe al que hirió en el brazo por decir con su acento nasal que la vieja Inglaterra estaba acabada; llevaba la voz cantante en su compañía naviera, aguantaba mejor la bebida que cinco de los londinenses más experimentados al respecto; se había roto el cuello en las carreras de vallas, le había pegado un tiro en la pierna a un ladrón, había estado a punto de ahogarse para ganar una apuesta, cazado agachadizas en Chelsea, comparecido ante un tribunal debido a sus pecados, mirado fijamente a un fantasma hasta lograr ponerlo nervioso y hacerlo huir, y había viajado con una dama española. Aquel mocoso podría darse con un canto en los dientes solo con haber hecho la última de esas cosas y, sin embargo, seguro que se tenía por un galán”.

El párrafo es largo, sí, pero aquí está el estilo de Galsworthy al servicio de un condensado retrato retrospectivo y, a la vez, vigente del viejo Sylvanus. Pero, más importante que eso, está el guión argumental de una vieja novela inglesa y, en consonancia, el espíritu de la vieja burguesía británica, doblemente reticentes a la nueva novela y a las nuevas generaciones.

Ramiro de Maeztu, Caballero de la Hispanidad

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