La cuestión judía según Grumberg
[caption id="attachment_1251" width="510"] Un momento de Serlo o no[/caption]
Josep Maria Flotats (Barcelona, 1939) dirige para la editorial Milenio una colección de libros en la que se publican los textos teatrales que el actor y director aborda sobre las tablas con su compañía, Taller 75. Son ya una veintena, en castellano y en catalán, los textos publicados –excelente catálogo-, y ahora ha aparecido, con traducción de Mauro Armiño, Serlo o no. Para acabar con la cuestión judía, del dramaturgo francés Jean-Claude Grumberg (París, 1939), que se acaba de estrenar en el Teatro Español de Madrid después de su paso por el Lliure. Me gusta recordar que, de ser posible, siempre vale la pena leer teatro, no conformarse con verlo representado.
Las obras de Grumberg, nunca hasta ahora montadas en España, son ya más de treinta, en una trayectoria cuajada de éxitos y reconocimientos. Grumberg es también guionista de cine, escribió los diálogos de El último metro (François Truffaut, 1980) y ha co-escrito los guiones de cuatro películas de Costa-Gravas, Amen (2002) y El capital (2013), entre ellas.
En la despojada escalera de una comunidad de vecinos, próxima al portal del edificio, se encuentran en nueve ocasiones dos hombres, ambos casados. Uno, maduro; el otro, joven. En su primer encuentro, el segundo le suelta a bocajarro y de modo intempestivo al primero la siguiente pregunta: “¿Es usted judío?”. La respuesta es afirmativa. A partir de ahí, en sus breves encuentros, los dos hombres mantendrán vivas conversaciones marcadas por las constantes interpelaciones sobre los judíos que el hombre joven dirige al maduro y por las consiguientes respuestas, aclaraciones y explicaciones que el maduro, desde su condición de judío –que no es su única condición, aclara con sorna- le proporciona con una paciencia que disimula su impaciencia y con un distintivo humor que evita su enfado.
Diálogo puro, diálogo de comedia. Es teatro, y parece obvio que el teatro habitual se construye mediante el diálogo, pero pretendo indicar que la obra no presenta otra acción en escena que los encuentros y conversaciones, mientras que la trama acoge la evolución del joven vecino y su esposa desde una posición antisemita a una entusiasta y ortodoxa adhesión a la religión judía. Sin otros “gags” que no sean los verbales –salvo uno visual-, Grumberg juega la comedia en una vertiginosa sucesión de diálogos muy cortos, muy picados.
A Flotats le ha gustado, y lo ha hecho con gran acierto, poner en escena encuentros y conversaciones entre grandes figuras de la Historia sirviéndose de dos obras del también dramaturgo francés Jean Claude Brisville: en La cena comparecían Fouché y Talleyrand y en El encuentro de Descartes con Pascal joven, los dos grandes pensadores que el título menciona.
Para acabar con la cuestión judía –como reza el subtítulo de la obra-, Grumberg reúne, por el contrario, a dos personas de muy diferente categoría intelectual. El joven inicialmente antisemita es un botarate –como lo es su autoritaria esposa, constantemente aludida-, el perfecto “idiota” común de tantas comedias francesas. La superioridad del judío maduro es absoluta. Grumberg parece decirnos que el antisemitismo -al menos, en gran medida- está basado en la ignorancia y que es esa misma ignorancia –unida a un antiguo y hostil runrún- la que sigue transmitiendo un gran contingente de tópicos negativos sobre los judíos.
Sea o no así, Grumberg quiere repasar esos tópicos y desmontarlos de forma en exceso pedagógica e informativa mediante la muy desequilibrada dialéctica entre un hombre culto e inteligente (que además es judío) y un tipo imbécil y elemental (que además es, en principio, antisemita). El resultado de ese desigual combate es bastante banal, con la incomodidad añadida de que el espectador y el lector son tomados, de alguna indirecta manera, como receptores necesitados de instrucción. La heterodoxia y el indudable ingenio de Grumberg no palían la sensación de estar asistiendo a una clase –de cierta amenidad, por supuesto-, ni tampoco la aparición de soslayo de algún tema mayor y universal como la identidad y la necesidad de pertenecer a un grupo adoptando firmes convicciones e integradores rituales.
Serlo o no, de pronto, da un giro total. Desaparecido de la palestra el joven lerdo, el maduro judío resulta ser –como hemos entrevisto- el propio Grumberg, que se dirige al público en primera persona y cuenta parte de su historia. Este epílogo, según me recuerda Javier Yuste, ha sido escrito por Flotats a partir de las memorias del dramaturgo y ha sido aprobado por Grumberg. El autor evoca a su padre muerto en Auschwitz –como su abuelo- y evoca a su madre en dos situaciones de pasado y presente que provocan una muy convincente quiebra emocional. Se acabaron las risas (tampoco tantas), aunque no por completo. No seré yo quien predique la superioridad de lo trágico sobre lo cómico -¡Dios me libre!-, pero este tramo final, magníficamente escrito e interpretado, lleva –me llevó a mí- a la absurda y estéril pregunta de si Grumberg no hubiera hecho mejor manufacturando su obra como un monólogo.
Grumberg, de la mano de Flotats, nos cuenta que, en un coloquio universitario, una joven oyente le soltó: “Usted sí que tiene suerte; la muerte de su padre en un campo de exterminio le ha proporcionado temas para escribir”.
Repuesto, cabe pensar, de la sorpresa y la indignación, dice Grumberg por boca de Flotats: “Yo le repliqué que, vista su relativa juventud, aún debía tener confianza en el futuro. ¿Quién sabe? Con un poco de suerte, mañana mismo, el anuncio de una enfermedad grave o, por ejemplo, una catástrofe familiar o planetaria que la afectase de cerca –en cualquier caso, ése era todo el mal que yo le deseaba- también le ofrecería a ella la posibilidad de escribir.
Hecha esta reflexión, habría podido decirle que la muerte de un padre y un abuelo en un campo de exterminio no ayuda demasiado al autor que, por más judío que sea, quiere escribir comedia. Pero no seamos mezquinos, no insultemos al destino, sepamos reconocer cuándo se tiene suerte y cuándo no.
Piensen…siglos y siglos de persecuciones, de pogromos, de expoliaciones, de acusaciones de crímenes rituales, con el castigo de morir quemados en la hoguera después de pasar por la tortura ordinaria o extraordinaria. ¡Magnífico! Qué suerte para los parientes de todos esos miserables con un ansia reprimida de escribir!”
Hay gente que todavía cree que la experiencia personal intensa y, a ser posible, dolorosa ayuda al escritor a escribir e, incluso y sin más, a ser escritor. Grumberg se mofa de este falso requisito de la experiencia y, con su ácida ironía y su humor negro, demuestra que la comedia no conoce ni debe conocer tabús.