Tengo una cita por Manuel Hidalgo

La intensa originalidad de Emmanuel Bove

6 abril, 2017 17:12

[caption id="attachment_1416" width="560"] Emmanuel Bove y Louise Bove paseando por Grand Pont de Lausanne, Suiza[/caption]

La lectura de Armand (1927) vuelve a confirmarme el impar talento y la singular rareza del escritor francés de origen judío Emmanuel Bove (1898-1945), que tuvo una infancia y juventud atribuladas y una vida breve con altos y bajos, muy golpeada por el infortunio.

Bove dedicó Armand “a la señora Colette, la novelista que vio muy pronto sus excepcionales dotes literarias y le ayudó a publicar Mis amigos (1924), primero y principal libro de nuestro autor, editado en España, hace más de diez años, por Pre-Textos.

Ahora, Hermida Editores, que ya publicó los cuentos de Henri Duchemin y sus sombras (1928), nos da a conocer Armand, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. En Pasos Perdidos disponemos de El presentimiento (1935) -novela que me entusiasmó- y La trampa (1945), y está a punto de salir Huida en la noche (1945). Quienes no conozcan todavía a Emmanuel Bove harían bien en leerlo.

La trama de Armand es escueta y, por tanto, fácil de resumir: un joven de 30 años, sin trabajo conocido, que vive con y a costa de Jeanne, una viuda mayor que él, asegura no ser feliz cuando se reencuentra con su peculiar, pobre y viejo amigo Lucien, cuya hermana menor, Marguerite, será la leve y efímera causa de que su relación de pareja entre en crisis. Ya está. Y no hay mucho más, ciertamente, pues la novela se desarrolla en un puñado de escenas quietas, claustrofóbicas, sin apenas acción ni conversación.

¿Entonces? Armand sufre, como casi todos los personajes de Bove y como un antihéroe dostoievskiano y existencialista, sin que los buenos dones del amor y la amistad le sean asequibles. Habitaciones lóbregas y frías, cafés y hoteles poco consoladores y calles solitarias, amenazadoras y batidas por la lluvia son el escenario, muchas veces nocturno, de su solitario camino hacia ninguna parte.

Lo que sucede es poco, pero muy intenso, y lo que hace Bove es dilatar el tiempo con minuciosas introspecciones y con detalladas y obsesivas descripciones de los gestos, los cuerpos y el vestuario de sus personajes, así como del mobiliario y los ambientes en los que se desenvuelven, fiel reflejo de su estado íntimo, siempre como agarrotado y paralizado, de una teatralidad enervante.

¿Entonces?, otra vez. Pues nada, que con estos mimbres, que podrían servir para fabricar un relato entre el onirismo y el absurdo, Bove lo borda. Es capaz, cada pocas líneas, de derrochar un sorprendente caudal de observaciones inesperadas, chocantes, ocurrentes a más no poder, de modo que, si no estuviéramos pronto persuadidos indefectiblemente de asistir a una muy dramática historia, estaríamos tentados de sonreír e, incluso, de reír abiertamente, cosa que, de hecho, hacemos, por así decirlo, a escondidas.

Armand recuerda sus años de militar -durante la Gran Guerra, se supone-, y dice: “Volví a verme de soldado que prefería quedarse sin un brazo que sin una pierna, sin dos brazos que sin nariz, sin dos brazos y una pierna que sin ojos; que temía que las granadas explotasen antes de los segundos reglamentarios; que nunca apuntaba a nadie en broma; que tenía un compañero que nunca le negaba unos cigarrillos hasta llegar al tercero; que tenía otro compañero nacido el mismo día y el mismo año y del que, igual que le pasaba también a él, no sabía ni a qué hora ni sus señas”.

¡Vaya manera de evocar el campo de batalla! La última observación es deslumbrante. Del taciturno Emmanuel Bove se puede esperar cualquier cosa excepto que nos aburra.  

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