La novela criminal de E.C. Bentley
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Tres de los primeros grandes cultivadores de la novela criminal inglesa fueron, en orden de aparición, Arthur Conan Doyle, Edmund Clerihew Bentley y Agatha Christie. Los tres crearon sendos investigadores (Sherlock Holmes, Philip Trent y Hércules Poirot) caracterizados por la agudeza de sus dotes de observación y deducción al servicio de la resolución parsimoniosa de crímenes complejos, abundantes en pistas y sospechosos falsos. Sus relatos rezumaban una cáustica ironía.
Parece claro que Bentley y Trent han llegado al presente con una popularidad inferior a la de las otras dos parejas de creadores y criaturas, pero disfrutaron de mucha fama en su momento y más allá. Digamos como síntoma revelador que El último caso de Philip Trent (1913) –la novela que nos ocupa– fue seguida de otra, muchos años después, y de una colección de historias cortas. Además, y esto es definitivo, tuvo tres adaptaciones al cine, una de ellas, la segunda, dirigida por Howard Hawks (¿Quién es el culpable?), y la tercera (El enigma de Manderson), con dirección de Herbert Wilcox, estuvo interpretada en 1952 por Michael Wilding, Margaret Lockwood y Orson Welles, este último –y no sé cómo sería el guión– en el papel del millonario de cuyo asesinato se informa en la primera página. Pero para eso están los “flash-backs”, muy abundantes en la novela.
E.C. Bentley (1875-1956) fue amigo durante toda su vida de Gilbert Keith Chesterton, quien le dedicó su magistral novela El hombre que fue jueves (1908). En justa correspondencia, Bentley dedicó a Chesterton El último caso de Philip Trent por cuatro motivos que explica en su divertida y cariñosa dedicatoria.
Con un tiro en el ojo y huellas de forcejeo en sus muñecas aparece una mañana sobre el césped, muy cerca de su mansión y junto a un cobertizo, el cadáver de un acaudalado hombre de negocios, Sigsbee Manderson, casado con una mujer mucho más joven que él, asistido por dos secretarios y servido por una abundante plantilla de criados. Para no extenderme, diré que no se ha encontrado el arma homicida, que todo indica que el muerto se había vestido con precipitación y esmero y que, pese a ello, no se había colocado su dentadura postiza. ¡Qué raro!
Los sagaces investigadores son el experto inspector Murch, policía profesional, y, sobre todo, el joven pintor de éxito Philip Trent, quien, debido a la perspicacia demostrada en crímenes anteriores, trabaja para el periódico Record, a quien brinda sus averiguaciones. Esta inusual pareja se lleva bien –sin descartar bromas y pullas recíprocas–, comparte datos de acuerdo a unas normas pactadas en otras ocasiones –“deportividad detectivesca”, dicen– y actúa sin interferirse sobre el terreno.
El último caso de Philip Trent, editada por Siruela y traducida por Guillermo López Gallego, responde a las pautas arriba mencionadas, es decir, abundancia paulatina y repaso creciente de indicios, pistas y sospechosos (los citados del entorno del muerto y alguno más) y, como es propio del género, sesudas y finas cavilaciones y especulaciones –sazonadas con humor inconfundiblemente inglés y citas cultas– para ir avanzando (despacio) en el enigma y lograr que el lector se interese y no cese de hacer sus propios pronósticos. Lo normal.
Ahora bien, creo preciso decir que dicho lector debe permanecer muy atento y desprenderse de toda impaciencia y temeridad en sus conclusiones, pues el relato de Bentley es extraordinariamente prolijo en detalles, sus pasos son lentos y parsimoniosos y las conversaciones entre Murch y Trent (y los investigados) transcurren sin prisas y con todo lujo de pormenores. Digamos que sentir placer y empatía con el texto es condición para disfrutar con él, al tiempo que, para mayor provecho, crimen aparte, es conveniente deleitarse con ese retrato de arriba y de abajo de una clase social adinerada y sus variopintos empleados.
Trent es un tipo avezado en el esclarecimiento de crímenes, cualquiera diría que sabe tanto o más que Murch al respecto y, ciertamente, Bentley, que no recurre precisamente a la viveza para hacer brillar el ingenio de ambos en sus charlas, presta más atención –es su protagonista– al lucimiento discursivo del detective aficionado.
Sin embargo, es Murch quien hace esta observación a su digamos que colega: “Acuérdese del caso del ayuda de cámara de William Russell, que entró por la mañana en el dormitorio de su señor, como solía, más silencioso y envarado imposible, pocas horas después de asesinarlo en su cama”.
No estoy dando ninguna pista, Dios me libre. Simplemente, con el notable caso de ese ayuda de cámara, tan diligente profesional como imperturbable asesino, estoy recogiendo una muestra de las numerosas perlas que adornan el relato de Bentley, que se abre con esta sugestiva frase: “El mundo que conocemos, ¿cómo puede separar con conocimiento de causa lo que importa de lo que parece importante?”.