La depresión de William Styron
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Al novelista sureño William Styron (1925-2006) le sobrevino una depresión de caballo el mismo año en el que cumplió los sesenta. La evidencia sobre su lamentable estado le llegó con claridad, como cuenta en Esa visible oscuridad (1990), cuando constató su angustia extrema y el desvarío de su comportamiento con ocasión de una circunstancia en teoría feliz: un viaje a París, en 1985, en compañía de su esposa para recibir el prestigioso Premio Mundial Cino del Duca.
Tres años antes, siempre muy reconocido en Francia, había sido presidente del jurado del Festival de Cannes y todavía –aunque con dudas sobre la evolución de su carrera–, Styron –rico, poseedor de casas confortables y lujosas, en buena relación con su mujer y con sus cuatro hijos, con numerosos y muy eminentes amigos– disfrutaba de la resaca del éxito mundial de La decisión de Sophie (1979) y de la homónima adaptación al cine de esa novela, en 1982, a cargo de Alan J. Pakula y con interpretación de Meryl Streep.
Capitán Swing publica una nueva edición de Esa visible oscuridad. Memoria de la locura, con traducción de Salustiano Masó y prólogo puntualizador –que recomiendo leer al final– del psiquiatra Guillermo Rendueles.
Primero conferencia y después extenso artículo de Vanity Fair, Esa visible oscuridad muestra una doble intención por parte de Styron: ofrecer un testimonio directo y minucioso de su enfermedad y proporcionar orientación y ayuda a quienes puedan verse asaltados, como él, por una depresión contundente y profunda. De esa doble intención se deducen el interés y los límites del propósito de Styron, quien, obviamente, escribió su libro tras superar su grave trastorno, logro que, a su juicio, se produjo finalmente gracias a una hospitalización de siete semanas.
Tras contar con detalle el episodio crítico y revelador de París, Styron, en un relato ajustado y lineal, va contando con detalle la evolución de su enfermedad y sus manifestaciones, su recurso a la terapia psiquiátrica conversacional y a la medicación, el momento en el que tocó fondo, su proyecto de suicidio y su etapa hospitalaria, sobre la que, significativamente, dice: “Para mí los verdaderos médicos fueron la reclusión y el tiempo”.
Styron sabe que hay varias y misteriosas formas de depresión, que transcurren y se solventan de maneras distintas y siempre inciertas. Respecto a la suya –y en general–, Styron tiene la convicción de que la depresión obedece a un proceso bioquímico aberrante en el que intervienen los neurotransmisores del cerebro y otros agentes químicos y hormonas con efectos determinantes. No obstante, al señalar las posibles causas de su depresión, Styron dedica especial atención al cese brusco y total de la ingesta abundante y diaria de alcohol y, quizás, a la influencia a la larga de algunas pérdidas capitales y dolorosas como las de su padre y, sobre todo, su madre.
En su proceso depresivo –en el suyo, subrayo–, Styron llegó a tener algunas certezas sobre la enfermedad, empezando por la de creer que puede constituir una forma extrema de locura. De ahí, el subtítulo del libro: Memoria de la locura. Por lo demás, Styron llegó a otras conclusiones que, sin duda, pueden compartir o no psiquiatras y enfermos. He aquí algunas: no sirve de mucho la terapia de diálogo con psiquiatras; la medicación ayuda poco, pero puede ayudar algo –según–, siempre que los médicos acierten con el medicamento y con la dosis adecuados (de no ser así, la enfermedad puede agravarse, cosa que le sucedió a él con el Halcion) y, durante un internamiento hospitalario, la terapia ocupacional y la terapia de arte son “infantilismo organizado”. Descree de ellas.
Desde los puntos de vista tanto testimonial como literario, cobran relevancia en el libro las descripciones de momentos y situaciones en las que la depresión le producía a Styron –dolor espiritual y físico, hundimiento total del cuerpo, confusión, hipocondría, pérdida de voz, caminar inseguro y errante, ausencia de libido y de ganas de comer, insomnio, fantasías de muerte, sentimientos de sinsentido e inutilidad etc.– los efectos más devastadores, los que le permiten hablar de terror y locura.
He aquí la descripción de una de esas situaciones, ya muy avanzada la enfermedad: “Hasta las mañanas empeoraban ahora cuando vagaba letárgico de un lado para otro, a continuación de mi sueño sintético, pero las tardes seguían siendo lo peor de todo, a partir más o menos de las tres, hora en que sentía el horror, como una niebla compacta y venenosa, irrumpir sobre mi mente, obligándome a meterme en la cama. Y en ella permanecía por espacio de seis horas, soporoso y virtualmente paralizado, mirando al techo y esperando ese momento de primeras horas de la noche en que, misteriosamente, la crucifixión se mitigaba justo lo suficiente para permitirme la obligada ingestión de algún alimento y luego, como un autómata, procurar de nuevo una hora o dos de sueño. ¿Por qué no estaba en un hospital?”.
Pero, claro, Esa visible oscuridad no es la confesión ordenada de cualquier persona sobre su experiencia con la depresión ni es un libro de autoayuda. Es el libro de un intelectual, de un escritor, y por ello se publica, lo leemos y lo comentamos.
A lo largo de sus páginas, y tras las culminantes secuencias de París, William Styron convoca a Albert Camus (El extranjero, La caída), a escritores depresivos y suicidas como Romain Gary (amigo suyo, al igual que su esposa, la actriz Jean Seberg), Primo Levi, Abbie Hoffman, Randall Jarrell y Cesare Pavese. También a Gustave Flaubert y a Emma Bovary, cuando llega a sentirse perdido como ella. También al cineasta Ingmar Bergman –que sufrió depresiones– y su película Como en un espejo. Y también nombra de pasada a otros escritores depresivos, alcohólicos o suicidas –o todo a la vez–, bien entendido que, a la inversa, Esa visible oscuridad dista mucho de ser –no lo es en absoluto– un ensayo sobre la depresión en la literatura y en las otras artes. No es ése su propósito.
William Styron vivió hasta los 81 años y no volvió a escribir nunca un libro de la relevancia de Tendidos en la oscuridad (1951), Las confesiones de Nat Turner (1967) y La decisión de Sophie.