Ilustración de la nave espacial DART de la Nasa y del Liciacube de la Agencia Espacial Italiana antes del impacto con el sistema binario Didymos. Foto: NASA/Laboratorio de Física APlicada de Johns Hopkins /Steve Gribben

Ilustración de la nave espacial DART de la Nasa y del Liciacube de la Agencia Espacial Italiana antes del impacto con el sistema binario Didymos. Foto: NASA/Laboratorio de Física APlicada de Johns Hopkins /Steve Gribben

Entre dos aguas

Duelo en el espacio: DART contra Dimorphos

La Nasa confirma el éxito de la misión de la sonda DART. Marca así un antes y un después en la vigilancia de asteroides potencialmente peligrosos para la Tierra

12 octubre, 2022 09:21

El Universo, los cuerpos y fenómenos que existen en él, ha sido siempre fuente de admiración, como si fuera un atavismo incrustado en la mente humana. También, cierto es, ha sido manantial de temores, especialmente cuando algún cometa aparecía en el cielo, lo que se tomaba como anuncio de desastres –incluso del fin del mundo, la llegada del Juicio Final– enviados por los dioses. Pero ese tipo de temores celestes son, espero, fósiles del pasado, víctimas de los conocimientos astronómicos que pacientemente hemos ido obteniendo los humanos a lo largo de los siglos.

Como digo, los contenidos del Universo ejercen una fascinación especial sobre nosotros, pero tal fascinación puede llegar a embotarse ante la constante llegada de imágenes espectaculares, como las que durante décadas proporcionó el Telescopio Espacial Hubble o, desde hace poco, otro telescopio espacial, el James Webb. Yo mismo ya veo tales imágenes con interés algo debilitado por la repetida afluencia de novedades cósmicas.

Pero aún así me han impresionado las imágenes que he contemplado del asteroide Dimorphos, tomadas el 26 de septiembre por la sonda espacial de la NASA, DART (siglas de Double Asteriord Redirection Test; esto es, “Prueba de redireccionamiento de un asteroide binario”, “doble” porque Dimorphos orbita alrededor de un asteroide más grande, Didymos), al ir acercándose a él, a una velocidad de 6,6 kilómetros por segundo. La Nasa ha confirmado que DART consiguió desviar la trayectoria del asteroide

Los asteroides son cuerpos celestes rocosos cuyo tamaño oscila entre 1.000 kilómetros y una decena de metros. Reconozco que lo que se ve es una esfera ovalada cubierta de rocas de diferentes tamaños. Nada, por consiguiente, espectacular o diferente a lo que podemos ver en un pedregal, pero, por mucho que sea subjetivo, a mí me pareció como si estuviera asistiendo a un tenebroso espectáculo, el de la entrada en un misterioso pequeño mundo geológico y geofísico rodeado de oscuridad, la oscuridad del cosmos.

Por supuesto, DART es un portento, fruto de una tecnología extraordinaria, ¿cómo si no puede haber chocado con un asteroide de unos 160 metros de tamaño alejado 11 millones de kilómetros de la Tierra?; sin olvidar el logro que representa que se hubiera detectado desde un observatorio terrestre.

En las últimas décadas ha aumentado el número de cráteres que han sido producidos por impactos de asteroides

Y no olvidemos que a Dimorphos –que no representa un peligro para la Tierra; la misión era simplemente una prueba– lo seguía otra sonda, esta italiana, LICIACube, que viajaba detrás de DART y que pasó por Dimorphos tres minutos después del impacto para recoger datos esenciales que evaluaran el resultado del experimento, que pretende acortar en 10-15 minutos el tiempo que emplea Dimorphos en completar una órbita alrededor de Didymos.

Se trata del primer ensayo para avanzar en una tarea absolutamente necesaria, pese a que no se sabe cuándo tendrá la humanidad que recurrir a ella, incluso puede que nos hayamos autodestruido nosotros mismos antes: desviar un asteroide cuya trayectoria lo lleve a chocar contra la Tierra.

Es bien sabido que hace unos 66 millones de años, un asteroide de entre 10 y 15 kilómetros de anchura colisionó contra la Tierra, afectando de tal manera al clima que ningún tetrápodo (animal vertebrado con cuatro extremidades) que pesara más de 25 kilogramos pudo sobrevivir –con la excepción de unas pocas especies como las tortugas marinas o los cocodrilos–, incluidos por supuesto los dinosaurios (afortunadamente, nuestros ancestros mamíferos eran pequeños). El historial de impactos de asteroides en nuestro planeta es grande.

En las últimas décadas ha aumentado el número de cráteres conocidos que se considera que han sido producidos por ese tipo de impactos: a finales de 2004, por ejemplo, se conocían unos 170, de los cuales 40 tenían un tamaño superior a 3 kilómetros y se habían ocasionado hace menos de 250 millones de años.

Se cree que, aproximadamente, uno de estos choques cósmicos –a velocidades de en torno a 20 km/segundo para asteroides, y 55 km/segundo para cometas– genera un cráter de tamaño 20 veces superior al suyo, similar a lo que producirían diez bombas atómicas como la empleada en Hiroshima. Y todo en una fracción de segundo. Y en una hora su efecto se expande por toda la Tierra; de ahí los posibles “inviernos” astronómicos o nucleares.

[Meteoritos, una cuestión de impacto]

Más recientemente, el 30 de junio de 1908, un objeto celeste devastó alrededor de 88 millones de árboles en un área de 2.150 km2 cerca del río siberiano Podkamennaya Tunguska. El “bólido de Tungunska”, como se le conoce, explotó antes de llegar a la superficie terrestre, pero su efecto en absoluto fue menor: desplegó una energía de entre 10 y 30 megatones, equivalente a la de una gran bomba de hidrógeno.

El Sistema Solar, nuestro hogar, es un lugar que esconde grandes maravillas pero también peligros. Hace precisamente treinta años, la noche del 30 de agosto de 1992, utilizando un telescopio de la Universidad de Hawai, un par de astrónomos, David Jewitt y Jane Luu, obtuvieron imágenes que confirmaban algo que sospechaban desde finales de la década de 1980: que, aparte del pequeño Plutón (descubierto en 1930 por Clyde Tombaugh), existían objetos más allá de Neptuno. Observaron un cuerpo de hielo y roca de unos 250 kilómetros de diámetro, aproximadamente la décima parte del tamaño de Plutón.

Fue el primer objeto celeste de lo que terminó denominándose Cinturón de Kuiper, en honor al astrónomo neerlandés-estadounidense Gerard Kuiper (1905-1973), quien planteó en 1951 que podría existir una franja de cuerpos helados más allá de Neptuno. Plutón, desterrado hace tiempo de la lista de planetas del Sistema Solar, forma parte –es el más famoso– de ese cinturón, al igual que muchos otros, como el algo más pequeño Eris.

El Sistema Solar es un grupo astronómico complejo, con su “solar principal”, compuesto por el Sol y los ocho grandes planetas que lo orbitan, más sus muchas lunas, pero también con un “extrarradio”, el “Cinturón de Kuiper”, más otro cinturón, este de asteroides, un disco que se encuentra entre las órbitas de Marte y Júpiter, y la Nube de Oort (descubierta por otro astrónomo neerlandés, Jan Hendrik Oort [1900-1992]), ésta en la frontera del Sistema Solar.

Que estemos alertas sobre los peligros que semejante riqueza entraña, constituye un acto de sabiduría. Pero recordemos que en este caso sólo el conocimiento científico y la tecnología asociada nos pueden salvar

Steve McQueen junto a Neile Adams en un Mercedes Benz 300, de paseo por Manhattan, Nueva York, en 1960

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