
Pólder (superficie terrestre ganada al Mar del Norte) del pueblo de Kinderdijk (Países Bajos). Foto: Wikimedia Commons
Pequeños grandes países
Hay naciones que, pese a su reducido tamaño, su equilibrado cultivo de las humanidades y las ciencias las vuelven un ejemplo a seguir.
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Un país que se acerque a la perfección es para mí uno en el que, además de regirse por leyes que no discriminen a nadie, cultive con parecido nivel y respeto tanto las ciencias como las humanidades. En el mundo actual, no tengo claro qué nación verdaderamente democrática puede cumplir semejantes requisitos, tal vez Suiza, donde la voz de los ciudadanos se tiene muy en cuenta con constantes consultas, y en el que la ciencia y las artes son respetadas y cultivadas con éxito desde hace largo tiempo.
Pienso en Albert Einstein, que en 1896 renunció a la nacionalidad alemana, permaneciendo apátrida hasta que en 1901 logró la ciudadanía suiza, la única que valoró y mantuvo hasta el final de sus días, aun cuando se vio obligado a retomar la ciudadanía germana al ser nombrado en 1913 miembro de la Academia Prusiana de Ciencias y catedrático en la Universidad de Berlín, y otro tanto cuando instalado en Estados Unidos adoptó esa nacionalidad en 1940.
Y también pienso en las actuales Escuela Politécnica de Lausana y de Zúrich, o en la universidad de esta ciudad. En mis estudios de historia de la ciencia encuentro que por Zúrich pasaron o recalaron muchos de los mejores físicos, químicos y matemáticos europeos. Y no es solo la ciencia lo que se valora en Suiza, sino la cultura en general. Un símbolo de este aprecio se encuentra en el pequeño hermoso cementerio Fluntern de Zúrich, donde reposan los restos de dos grandes escritores que escogieron el acogedor ambiente suizo para vivir: James Joyce (irlandés) y Elias Canetti (búlgaro).
Ha sido la lectura de un libro de la historiadora y crítica de arte escocesa Laura Cumming, Trueno. Una historia de arte, vida y muerte (Crítica, 2024), lo que me ha suscitado la reflexión sobre el equilibrio entre ciencias y humanidades en un país. Me atrajo esta obra porque recordaba el placer que me produjo la lectura de un libro anterior de Cumming, Velázquez desaparecido (Taurus, 2016). Trueno está centrado en el Siglo de Oro holandés, y muy especialmente en la reivindicación de Carel Fabritius (1622-1654), que falleció víctima de una explosión de pólvora que destruyó gran parte de Delf.
Aunque murió joven, dejó obras que figuran en los anales de la pintura, como El jilguero, un pequeño (33,5 x 22,8 cm.) óleo sobre lienzo conservado en la Galería Real de Pinturas, Mauritshuis, de La Haya. Obra de delicada composición, El jilguero posee un significado añadido pues, gracias a la tomografía computarizada —fue el primer cuadro de la historia al que se le hizo un TAC— se pudo deducir que estaba en el taller de Fabritius cuando se produjo la explosión que acabó con su vida. Si se salvó es porque la tela todavía estaba húmeda. “Alguien lo salvó de los escombros de la explosión de aquel día —termina Trueno— y así el jilguero, temblando hasta el último de sus átomos, se conserva ante nosotros para siempre”.
Pero el libro de Cumming me ha interesado no solo porque incluye retazos de artistas como Fabritius, o sus contemporáneos Vermeer y Rembrandt, sino porque Holanda —ahora se dice, más apropiadamente, Países Bajos— albergó al mismo tiempo a científicos que no faltan en los libros de historia de la ciencia. Uno de ellos fue Anton van Leeuwenhoek, un comerciante de telas que también vivía en Delf y que, puliendo lentes de una calidad nunca antes conseguida, construyó microscopios con los que observó bacterias e incluso el esperma humano.
Cumming recuerda que Leeuwenhoek, vecino de Fabritius, debió de tener una relación estrecha con Vermeer pues designó a este como el principal albacea de su testamento, en el que aparecían tres cuadros pintados por Fabritius. (De la relación entre Vermeer y Leeuwenhoek se ocupó hace no mucho Laura J. Snyder en un libro magnífico, El ojo del observador, que Acantilado publicó en 2017).
"Fue en el XIX y comienzos del XX cuando Países Bajos se convirtió
en un referente mundial en ciencia, especialmente en física"
Países Bajos es en extensión un pequeño país, pero grande en lo que se refiere a su contribución a la ciencia. Varias de sus universidades figuran actualmente entre las cien mejores del mundo. Del siglo de Fabritius es imposible olvidar al físico y matemático Christiaan Huygens, pero fue sobre todo en el XIX y comienzos del XX cuando se convirtió en un referente mundial en ciencia, especialmente en física, con nombres como Hendrik Antoon Lorentz, Heike Kamerling Onnes, Johannes van der Waals, Jacobus van’t Hoff, Pieter Zeeman, Peter Debye o Hendrik Casimir.
El caso de Casimir, el único de la anterior lista que no obtuvo el Premio Nobel, es particularmente interesante pues desarrolló la mayor parte de su carrera en la empresa holandesa Philips, llegando a ser codirector de sus laboratorios de investigación, lo que no impidió que continuase realizando contribuciones importantes a la física, que se encuentran en los libros de texto.
No es obligado para un científico aportar directamente a la industria, o resolver problemas que afecten a la sociedad en que vive; lo que debe hacer es avanzar su ciencia y enseñar a otros. Pero admiro a los han dedicado algún tiempo a “cuestiones sociales”. Y Hendrik Lorentz, el físico más respetado de su tiempo, adorado por Einstein, cuya teoría de la relatividad especial estuvo a punto de desarrollar (no en vano, un apartado fundamental de esta teoría se denomina “transformaciones de Lorentz”), constituye un magnífico ejemplo en ese sentido.
Como es bien sabido, una buena parte del territorio de los Países Bajos ha sido “robado” al mar. En enero de 1916, se produjo una inundación en el norte del país. Los muros alrededor del Zuiderzee, la antigua entrada a la bahía de poca profundidad del mar del Norte, se rompieron en dos lugares y gran parte de la provincia de Holanda Septentrional se inundó. Se tomó entonces la decisión de construir una presa en la parte norte del Zuiderzee, unos 160 kilómetros de diques que retiraran el mar alrededor de 80 kilómetros.
Para estudiar y controlar el proyecto, el Parlamento estableció una comisión formada por ingenieros, oceanógrafos y meteorólogos, y pidió a Lorentz que la presidiera. Ello le llevaría mucho de su valioso tiempo de investigación, pues se trataba de un asunto de gran dificultad, pero aceptó. Un gran científico para un pequeño, pero también gran país. Y un ejemplo para todos.