Secretos y mentiras
Llega a España el último Mamet
17 octubre, 1999 02:00Dramaturgo, guionista, ensayista y narrador, el prolífico David Alan Mamet (Chicago, 1947) ha impartido clases en el Yale Drama School y en la Universidad de Nueva York. Acusado en ocasiones de misógino, su obra refleja la dureza de su Chicago natal. En 1976 alcanzó el reconocimiento por tres obras de teatro: "The duck variations", "Sexual perversity in Chicago" y "American buffalo". Sin embargo, su consolidación llegó con el Pulitzer otorgado a "Glengarry Glen Ross" (1984), un mordaz retrato del mundo de los negocios americano que en 1992 se adaptó al cine. Debutó como guionista con "El cartero siempre llama dos veces" (1981), y a éste le siguieron "Veredicto final" (1982) y "Los intocables" (1987). Su debú como director de cine fue con "Casa de juegos" (1987). Entre sus películas destacan "La trama" y "Las cosas cambian"
Sólo hay que atender a los gestos, al subtexto que respira debajo del lenguaje: por eso Mamet insiste en indicarles a sus actores que se olviden del significado de la palabra e indaguen en su intención y su "acción". Quien crea que "El caso Winslow", adaptación mametiana de una obra de teatro de Terence Rattigan, a su vez basada en un caso real, es una película menor -es la primera vez que Mamet dirige una obra ajena y, para más inri, de época- no podrá estar más equivocado: no hay más que repasar la prolífica producción del autor de "Casa de juegos" para darse cuenta de la estricta coherencia de su discurso creativo. Un rotundo discurso sobre la inevitable ambigöedad del lenguaje, relleno de secretos y mentiras.En "Oleanna", un profesor de universidad y una alumna discuten. En el segundo acto, la alumna le denuncia por acoso sexual. El lector/espectador no sabe si eso es cierto: la cuestión es hasta qué punto la verdad importa. ¿Quién tiene razón? El que controla el lenguaje, o lo que es lo mismo, el que controla el juego de las apariencias. La vida es una cuestión de dominio y manipulación, y el lenguaje es la fuerza bruta de nuestras conciencias: la psiquiatra de "Casa de juegos" se deja engañar porque se mueve en un mundo -el de los timadores, expertos en el arte de la mentira- cuyo código de comunicación no conoce. La atracción física y/o sentimental la incapacita para entender qué está ocurriendo a su alrededor; la traición le quita la venda de los ojos. La verdad, otra vez, se convierte en una ilusión óptica. En este sentido, "El caso Winslow" es la mayor paradoja que Mamet se ha permitido hasta el momento: la película en sí misma se convierte en un irónico "trompe l’oeil", un trampantojo que engaña -y puede defraudar- las expectativas del público que no acepte que, en muchas ocasiones, un cambio de estilo -palabras más sencillas, argumentos más lineales- no significa un cambio de intenciones.
Mamet, que tiene cierta debilidad por las historias reales -a saber: el caso de su fallida segunda novela, "Una vieja religión", basada en el asesinato de una joven obrera de Atlanta a manos del director de la fábrica donde trabaja-, centra su mirada en el hijo pequeño de la respetada familia Winslow, Ronnie (Guy Edwards), acusado del robo de un giro postal de cinco chelines en el Colegio Naval de Osbourne. Semejante anécdota se agranda cual bola de nieve cayendo desde el Everest hasta llegar a los tribunales, al Parlamento y a la Casa de los Lores. Los Winslow no pueden permitirse una mancha en su expediente de buena familia, por lo que contratan al abogado más prestigioso de la ciudad.
Cortina de humo
El argumento podría hacer pensar en uno de esos dramas de época que la televisión inglesa -y James Ivory- suelta en nuestras casas cada dos o tres años, una teleserie creada exclusivamente para el lucimiento del departamento de dirección artística. Nada más lejos de la verdad: cuando uno se molesta en cruzar la habilidosa cortina de humo creada por Mamet, se da cuenta de que el dramaturgo americano nos ha vuelto a engañar. Ahí reside la radicalidad de su propuesta: bajo una apariencia académica y vagamente teatral, "El caso Winslow" (obra que cuenta con una primera adaptación al cine, realizada por Anthony Asquith en 1950) vuelve a hablar de la diferencia entre justicia y derecho, entre moral individual y moral social. Si, como afirma el director de "La trama", el poder del artista reside en su habilidad para plantear un problema (no para resolverlo), su última película es la sublimación del arte. No importa tanto que el chico Winslow sea realmente culpable como analizar el proceso por el cual la duda -la ambigöedad, el silencio- ha hecho cambiar a los personajes que le rodean.
El abogado (interpretado con elegante hieratismo por Jeremy Northam) es el héroe verdaderamente mametiano: un hombre de prestigio que, en su búsqueda de la justicia, se hace mucho más vulnerable y humano. No acaba tan mal como el Joe Mantegna de "Homicidio" -la que sea, posiblemente, su obra maestra-, pero demuestra empíricamente otro de los contundentes aforismos de su creador: el escritor (o el abogado, o el policía, o el psiquiatra) se escoge a sí mismo para sufrir las emociones que la sociedad reniega.
Es en los intersticios de unos diálogos torrenciales, que funcionan con la misma cadencia y agresividad que una sinfonía de Wagner o una obra de teatro de Beckett, donde se encuentra la verdad de las cosas. Si los ejecutivos de "Glengarry Glen Ross" o los perdedores de "American Buffalo" hablan sin parar -y ahí está la habilidad del Mamet captador de registros lingöísticos: por algo fue camionero, vendedor de alfombras, limpiador de ventanas o marino, para conocer todas y cada una de las variaciones del lenguaje humano- es para ocultar lo que de hecho importa: sus miserias, sus fracasos, sus miedos, su tristeza.
"El caso Winslow" es, definitivamente, menos desoladora que "Casa de juegos", "Homicidio" u "Oleanna". Es, también, menos lúdica que "Las cosas cambian" y menos malvada que "La trama", alambicado delirio semihitchcokiano que pasó por el mal trago de ser considerado una obra menor. Mamet, que ya no necesita golpes de efecto para demostrar nada -tiene más premios que Severiano Ballesteros y álex Crivillé juntos-, ha optado por la transparencia y la invisibilidad, signo inequívoco de un autor verdadero que, como Jean Renoir, sabe que todos tenemos nuestras razones. Los dramaturgos son, afirma, aquellas personas que durante la mayor parte de su vida adulta se han sentado, solos, han hablado consigo mismos y han tomado nota de la conversación. Lo de siempre: todo se reduce a escuchar atentamente lo que dice la vida.