Image: La conciencia alterada

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Cine

La conciencia alterada

Haneke compite con "La pianista"

9 mayo, 2001 02:00

A un paso de la presentación en Cannes de su última película, La pianista, protagonizada por Isabelle Huppert, Michael Haneke estrena en España Código desconocido, fábula sobre la intolerancia y la indiferencia de una Europa que, creyéndose unificada, ha sacrificado todo atisbo de reacción contra la injusticia moral y social. Con uno de los métodos de trabajo más estimulantes del cine actual, el realizador austríaco vuelve a construir un discurso magistral y contundente del que nadie está a salvo.

En Del paro al ocio, Luis Racionero citaba, compartiéndola, la definición que de civilización tenía la escuela de pensadores de Cambridge articulada alrededor de G. E. Moore. Para ellos, la civilización es el estado más avanzado y estable del hombre, y se concibe como la producción de estados mentales intensos y exquisitos, para los que se necesitan tres condiciones: seguridad, ocio y libertad. Entonces, ¿cuándo hemos sido civilizados? La guerra civil en la antigua Yugoslavia nos demostró que ni siquiera en esa teórica sociedad del bienestar que nos protege de todo mal evitamos la barbarie; que las nuevas tecnologías pueden reconducir nuestro tiempo de ocio hacia el aislamiento y la incomunicación; y que nunca, aunque creamos hacerlo, hemos disfrutado de nuestra libertad, sencillamente porque estamos presos entre las cuatro paredes de nuestros prejuicios. Entonces, ¿por qué seguimos creyendo que, en pleno siglo XXI, somos seres civilizados?

Un discurso tenebroso

El austríaco Michael Haneke está empeñado en despertarnos de nuestro cómodo, resignado delirio de grandeza, y en Código desconocido reitera sus conclusiones. Erigiéndose en conciencia moral de una Europa falsamente unificada, el autor de la dolorosa, impresionante Funny Games nos enfrenta a un desolador retrato del Viejo Continente, fragmentado en largos planos secuencia que parecen consolidarse en sílabas de un mismo y tenebroso discurso.

Haneke ha confesado a menudo que su cine quiere ofrecer un modelo alternativo al ofrecido por el del cine americano comercial, que, "en su hermética ilusión de una realidad intacta, priva al espectador de cualquier participación crítica, de cualquier interacción con lo que está viendo, y le condena al rol de simple consumidor". En este sentido, el espectador de Código desconocido se ve obligado a entender el lenguaje en que Haneke va a desarrollar su proyecto.

Como los niños sordomudos del principio y el final del filme, Haneke está intentando explicarnos una realidad inexplicable, que se nos escapa en su equívoca complejidad. El público está donde está para interpretar los signos, o para imaginar su significado. Haneke suma factores (léase planos secuencia vacíos, ordenados sin atender a la progresión dramática de la historia), pero se olvida de poner los decimales: él nos da las pistas y nosotros debemos buscar las respuestas. Nosotros redondeamos. Poco sabemos de los personajes de Código desconocido -como poco sabíamos de la familia acomodada de The Seventh Continent, del adolescente de El vídeo de Benny, de los psicópatas vestidos de jugadores de tenis en Funny Games-, y la suma de sus actos nunca nos dará una explicación suficiente a sus decisiones. Nuestro objetivo es encontrar esa explicación, que en absoluto será única e indivisible.

Relato incompleto

En este relato incompleto de diversos viajes, unos cuantos personajes serán observados por la distante cámara de Haneke en varios de sus momentos cotidianos. Anne (Juliette Binoche, que se ofreció a colaborar con el director austríaco tras descubrir su filmografía al completo), una joven actriz; su compañero George (Thierry Neuvic), fotógrafo de guerra; Amadou (Ona Lu Yenke), inmigrante africano que trabaja como educador musical en un instituto para sordomudos; y Maria (Luminita Gheorghiu), inmigrante rumana que pide limosna en las calles de París para mantener a su familia en su país de origen: ellos son las ratas de laboratorio en busca de una intriga, de una historia que les haga reconocerse como seres humanos. Separados por insertos en negro, sus actos carecen de valor narrativo, y, al contrario que en 71 fragmentos de una cronología del azar, los más de cincuenta planos secuencia que componen Código desconocido no están predestinados a encontrarse en un virulento, incendiario clímax narrativo. Están predestinados precisamente a todo lo contrario: al desencuentro, a la mutua indiferencia, a darse la espalda como lo hacen dos amantes despechados.

No es extraño que Haneke afirme que en Código desconocido quería demostrar que en cada uno de nosotros hay una historia de inmigración: "Somos el fruto de un cierto número de viajes, de escenas de amor que se mueven a través del mundo a derecha e izquierda". El cine de Haneke es teórico y demostrativo: plantea preguntas que no quiere responder ("¿quién soy yo para hacerlo?", nos dice con la falsa modestia de uno de sus cineastas más admirados, Robert Bresson), pero nos dirige hacia un estado de conciencia alterado, como el que deben de tener los alumnos de un profesor que se niega a revelar los resultados de un complicado, imposible examen de física cuántica. Código desconocido es algo parecido a una sesuda clase de filosofía apocalíptica o a esas instalaciones de vídeo-arte que nos obligan a leer su críptico programa de mano para desvelar sus claves. Tiene una estructura mecánica, determinista, demiúrgica. La fuerza y la flaqueza de sus planos secuencia, que cortan en transversal un universo que se nos muestra en todo su desnudo ritualismo, radica en su racionalidad, en su fría disección de una sociedad que busca, con la mano y desesperada, el latido de su corazón. La fuerza proviene de su hermosa musicalidad, de su contundencia expresiva; la flaqueza proviene precisamente de que, curiosa paradoja, Haneke pertenece a esa generación de corazones helados que no se permiten sentir una emoción sin analizarla previamente.

Rabioso Pepito Grillo

Educado en las filas de la Universidad de Psicología y Filosofía de Viena tras fracasar en el intento de convertirse en actor y concertista de piano, Michael Haneke dirigió obras de Strindberg, Goethe, Bruckner, Kleist y Schiller en varias ciudades de Europa, antes de relevar a Thomas Bernhard en el papel de rabioso Pepito Grillo de su país. Al contrario que el autor de El frío, Haneke congela a sus personajes en un estado de semisonambulismo que les transforma en seres carentes de emoción. Donde en Bernhard había un odio sólido, brutal como un vómito de ácido clorhídrico (no en vano, los relatos de El imitador de voces tienen mucho que ver con 71 fragmentos... o Código desconocido), en Haneke sólo hay icebergs que se mueven lateralmente para, al final, quedarse quietos, impermeables al deshielo. Así las cosas, la familia burguesa e hipertecnificada de El séptimo continente deberá suicidarse en masa para huir de su gélida comodidad, de su insolente anonimato. Del mismo modo, el protagonista de El vídeo de Benny grabará en video la muerte lenta de una chica para luego alienar, rebobinando y "forwardeando" la imagen, el acto más terrible que pueda cometer un ser humano. En Funny Games, la intensidad del asesinato del niño -situado fuera de campo- nos llegará a través de la fuerza del rostro de la madre y de sus gritos.

En Código desconocido, Haneke demuestra que su programático método de trabajo, probablemente uno de los más estimulantes del cine europeo contemporáneo, funciona mejor en los retratos unifamiliares que en los de grupo social. Las secuencias más afortunadas son aquellas que se circunscriben a una situación íntima, cotidiana, que adquiere visos inquietantes.

Magistral y contundente

Haneke es, tal vez, el único cineasta vivo que puede convertir el plano fijo de una partida de ping-pong en un sintético símbolo del terror contemporáneo. En este sentido, el plano secuencia del supermercado de Código desconocido, que sigue los altibajos emocionales de la pareja Binoche- Neuvic, es absolutamente magistral, tan contundente como los mejores relatos de Raymond Carver. Y el plano fijo que registra el acoso y derribo que un inmigrante árabe ejecuta en la estática persona de la Binoche, actriz desprotegida sentada en un vagón de metro parisino, ejemplifica perfectamente dónde está la fuerza del cine de Haneke. No está en su poder alegórico sino en su poder literal: en la literalidad de una realidad espantosa en su silencio, en su desconexión sentimental, en su implacable incomprensión de la emoción humana.