100 años de Zavattini
Zavattini
Junto a Vittorio de Sica, el guionista Cesare Zavattini (Milagro en Milán, Ladrón de bicicletas o Umberto D) formó uno de los tándems más importantes que ha dado el cine, sin el cual el Neorrealismo italiano nunca hubiera nacido. Con motivo de su centenario, que se cumplirá el domingo, el escritor Manuel Hidalgo analiza sus principales aportaciones.
Cesare Zavattini (Luzzara, 1902-Roma, 1989) fue un hombre de principios. Su concepción del Neorrealismo, del que fue el principal teórico y el más grande de sus guionistas, no cuadraba en absoluto con los modos hollywoodenses. Zavattini decía que había que "desnovelizar" el cine, que era preciso salir a la calle en busca de los problemas reales, de la vida cotidiana, de los hombres corrientes. Que había que contar las historias del presente con desnudez, ahondar en la verdad de cada país para buscar la universalidad, hacer un cine que fuera capaz de recoger con sencillez las emociones y las dificultades de los hombres a partir de un propósito moral: amar al prójimo.
Católico convencido -aunque a su aire-, bajito, corpulento, bastante calvo, reidor, tocado con una boina, Zavattini, lejos de la vitola del intelectual hierático y grave, era, según general coincidencia, la imagen misma de la bondad.
Novelista apreciado en Italia, pintor, poeta, abogado, periodista y crítico de cine, el humor -sobre todo-, la ternura y una capacidad de observación que le llevaba a conocer muy bien a sus semejantes, a comprender sus problemas personales y colectivos, fueron sus principales herramientas.
Trabajador infatigable
Zavattini fue toda su larga vida un trabajador infatigable. Con ochenta años todavía realizó su quinta y última película como director, actividad en la que no tuvo éxito, entre otras razones, porque su espíritu libre e independiente le llevó a abordar proyectos experimentales y distintos a los que la industria imponía en las salas. Pero Zavattini escribió más de cien guiones para más de cincuenta directores, y veintiséis de ellos para su gran amigo y cómplice Vittorio de Sica. En realidad, escribió todas las películas de De Sica, excepto El jardín de los Finzi-Contini y El viaje. La importancia, trascendencia e influencia de ese trabajo es descomunal.
De Sica y Zavattini, de casi la misma edad, se conocieron cuando el entonces actor rodaba, en 1935, Daró un millione, con guión de Cesare, a las órdenes de Mario Camerini. Comenzó ahí una amistad y una colaboración intensísimas e ininterrumpidas, que dieron sus mejores frutos a lo largo de los años 40 y comienzos de los 50, los años dorados del Neorrealismo. El núcleo duro y magistral de su prolífica creatividad no hay duda de que está en esos títulos: El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1951) y Umberto D (1952), aunque, sin dificultad, se pueden añadir otra media docena, al menos, de inolvidables películas.
Sabido es que las esencias del Neorrealismo y, con ellas su época de esplendor, se fueron volatilizando a mediados de los años 50, dejando, eso sí, una huella profunda en el cine italiano -y en el español y en tantos otros-, aunque cada vez más disuelta en esquemas de comedia hilarantes, sentimentales o esperpénticas que llevaron la pasión estricta por la realidad a fórmulas más y más abiertas y comerciales.
Sustrato católico
En este deslizamiento entró el propio Zavattini -y De Sica, y casi todos-, pero su aportación ya estaba hecha, y muy bien hecha, una aportación que no sólo se rastrea con claridad -aunque con otros matices- en el tándem Azcona-Berlanga, sino en multitud de contribuciones al realismo de diversas cinematografías.
Cesare Zavattini -como De Sica, Rossellini o Fellini- tenía, como ya se ha dicho aquí, un fuerte sustrato católico, mientras que otros neorrealistas de primera hora, como Luchino Visconti, procedían del marxismo. Fueron los dos campos del movimiento neorrealista, y mucho se escribió en su día sobre si unos eran más proclives a la compasión y a la caridad y los otros a la justicia y a la solidaridad. Hoy quizá pueda decirse que, desde las dos orillas, no proponían cosas iguales, pero tampoco tan diferentes.