Image: Vuelve Tavernier

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Cine

Vuelve Tavernier

26 septiembre, 2002 02:00

Escena de Salvoconducto

Tras su paso por Berlín, Salvoconducto, el nuevo filme de Bertrand Tavernier (Alrededor de la medianoche, Hoy empieza todo) llega el 27 de octubre a nuestras salas. Basándose en las vivencias del director Jean Devaivre y el guionista Jean Aurenche, el cineasta galo realiza un viaje revelador a la industria del cine francés durante los peligrosos años de ocupación nazi.

Además de interrogar al presente, con esas enérgicas y vibrantes incisiones en algunas de las heridas más sangrantes de la sociedad contemporánea (La carnaza, L 627, Hoy empieza todo), la filmografía de Bertrand Tavernier no duda en interrogar también a la Historia cada vez que ésta se pone a tiro. Ahí están las apasionantes reflexiones planteadas por películas como Que empiece la fiesta, La vida y nada más o Capitán Conan para mostrar su capacidad de hundir el bisturí en los pliegues menos complacientes de un pretérito tantas veces fantaseado por la llamada "historia oficial".

De hecho, las películas históricas de Tavernier son casi siempre películas concebidas y filmadas "a la contra" del discurso dominante: ya sea para iluminar algunos olvidados factores de crisis en el viejo régimen absolutista (Que empiece la fiesta), ya para recordar la barbarie que sucede a la derrota francesa en la Guerra de los Cien Años (La pasión Beatrice), ya para desvelar la crueldad bien poca heroica, la sucia y criminal carnicería de la Primera Guerra Mundial (La vida y nada más, Capitán Conan). Películas que se interesan, especialmente, por las consecuencias que la gran Historia tiene para los individuos que quedan atrapados en sus ciegas coordenadas.

El patio oscuro
Con estos antecedentes, el director de Alrededor de la medianoche parecía condenado a entrar con su cámara -siempre vitalista y revulsiva- en el patio más oscuro y más sucio del cine francés. Es decir, en la trastienda tabú que supone la colaboración de muchos cineastas de su propio país con la Alemania nazi y con la Francia de Vichy, a través de la productora germana "La Continental", durante los años de la ocupación. Años de renuncias y de traiciones. Años turbulentos que arrastraron a prestigiosas personalidades de la cinematografía gala a la frontera del colaboracionismo. Años, también, en los que algunos de esos mismos profesionales se comprometen con la Resistencia, unos por convicción ideológica y otros por impulso moral, para combatir al fascismo sin dejar por ello de trabajar en la mismísima "boca del lobo".

El empeño era arriesgado y Tavernier lo sabía. A él le sorprendió menos que a nadie, con toda seguridad, la agria polémica que se desató en Francia cuando su película llegó a las carteleras. Inasimilable para unos, objeto de irrenunciable defensa para otros, Salvoconducto es, ciertamente, una obra incómoda, difícil de encasillar, sobre cuyas imágenes resuenan los ecos de una herida histórica que todavía supura (esa ambigua zona fronteriza en la que se colocaron muchos creadores), pero también la resaca de un debate cinematográfico que el propio Tavernier parece empeñado en mantener abierto. Y de ahí, quizás, su nueva reivindicación de Jean Aurenche y de Pierre Bost: los mismos guionistas a los que rescató ya del olvido cuando dirigió, en 1973, sobre una adaptación literaria firmada por ambos, su primera película (El relojero de St. Paul), y a los que convierte, ahora, en personajes de un filme que se alimenta, precisamente, de los recuerdos personales de aquellos y de algunos otros de sus colegas.
Es un debate que se remonta al año 1954, cuando François Truffaut publicó en "Cahiers du cinéma" su incendiario artículo contra el cine viejo y academicista, contra las ilustraciones literarias de qualité, contra las "vacas sagradas" de un cine frente al que vino a reaccionar la saludable revolución que supuso la Nouvelle Vague. Aquél manifiesto programático, tan pasional como excesivo, tan simplificador como necesario (titulado Une certaine tendance du cinéma français) tomaba precisamente como cabezas de turco a Jean Aurenche y Pierre Bost, representantes emblemáticos de un cine que Tavernier, por su parte, tampoco ha dejado nunca de defender y reivindicar.

Diferentes modelos
El propio Aurenche comparte aquí el protagonismo con el más oscuro y menos conocido Jean Devaivre, ayudante de dirección de Maurice Tourneur y de Richard Pottier durante los años en los que transcurre el relato, y más tarde, a su vez, realizador de películas como La Dame d´Onze Heures y La Ferme des sept pechés. Tanto uno como otro, igual que Pierre Bost (una figura meramente episódica dentro de la película), Charles Spaak (guionista de la renoiriana La gran ilusión) o Jean-Paul Le Chanois, por entonces militante comunista, ofrecen a Tavernier diferentes modelos y actitudes de cineastas resistentes a pesar de su trabajo profesional en las películas producidas por la Continental; diferentes versiones, en definitiva, del "heroísmo posible" en aquellas duras y trágicas circunstancias.

Los problemas aparecen cuando este retrato que se pretende caleidoscópico y humanista, que trata de indagar en las contradicciones de los creadores prisioneros de aquella encrucijada, no duda en caricaturizar -con trazos más bien gruesos- a los militares británicos que colaboran con la Francia de De Gaulle (una pincelada chauvinista, impropia del director) y a los militantes comunistas que se enfrentan a Le Chanois para comunicarle el cambio de táctica, conminándole a abandonar los trabajos en la productora alemana y a romper toda colaboración con los nazis.

Y aparecen también cuando la narración, extraordinariamente prolija a la hora de describir el trabajo en el interior de los estudios, los rodajes de las películas, las relaciones de los protagonistas con las mujeres o con su familia, se pierde en circunloquios que no enriquecen la dramaturgia, sino que la entorpecen y la difuminan. La estructura acumulativa y abierta que Tavernier había dominado con tanta eficacia en obras como Hoy empieza todo o L 627 se desvela aquí insuficiente para integrar la falta de síntesis, la dispersión del punto de vista narrativo (que salta con alegría de Aurenche a Devraive, de Suzanne a Le Chanois, y así sucesivamente), el desequilibrio dramático y la heterogeneidad de los registros que se superponen entre sí.

Es como si Tavernier, dejándose llevar por el entusiasmo y la vitalidad que intenta contagiar a su puesta en escena (sello de estilo inconfundible), hubiera perdido también, en el trance, la necesaria distancia crítica respecto a sus personajes. ¿Es que acaso no hubo ningún colaboracionista convencido en el cine francés?, ¿es que todos aquellos profesionales no tuvieron nunca ningún asomo de duda?, ¿es que todos fueron tan puros, tan resistentes...? Son preguntas legítimas ante una película que se plantea, ella misma, como una interrogación, como un desafío frente a la desmemoriada "historia oficial"; una obra a la que, por esta misma razón, se la puede y se la debe pedir más rigor cinematográfico y más valentía moral.