Image: Clint Eastwood dispara de nuevo

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Cine

Clint Eastwood dispara de nuevo

31 octubre, 2002 01:00

Eastwood, rifle en mano, en Deuda de sangre

Imperturbable, cínico, violento, metafísico. Clint Eastwood no se jubila. Ataca de nuevo con Deuda de Sangre, un inesperado y sorprendente epígono de En la linea de fuego que se estrena el 1 de noviembre en nuestro país. Con este motivo, el crítico Carlos F. Heredero analiza el nuevo trabajo y recorre su obra poliédrica, desde que empezó a trabajar como actor en 1955 ( además de sus papeles en los spaghetti-western de Sergio Leone y la saga del inspector Callahan) hasta culminar su carrera con obras de gran calado como El jinete pálido, Bird, Sin perdón o Un mundo perfecto.

Consagrado universalmente desde hace catorce años como el último de los grandes cineastas clásicos, Clint Eastwood arrastra tras de sí una de las trayectorias profesionales y creativas más extrañas y paradójicas de cuantas se recuerdan. Hoy su figura se yergue como responsable de algunos de los grandes monumentos erigidos por el cine durante la última década del siglo XX, pero no siempre su figura ni su cine fueron objeto de tanto consenso. Hicieron falta muchas películas y muchas polémicas para llegar al actual estado de las cosas.

El director de Sin perdón empezó a trabajar como actor en 1955, pero no consiguió definir una personalidad propia hasta diez años después, sólo que lo hizo en el marco de un desprestigiado subgénero y muy lejos de su país: el spaghetti-western, cuyos frutos más distinguidos rodaba Sergio Leone en España, a mediados de los años sesenta, con un icono tan pétreo como emblemático (el propio Eastwood) a modo de mascarón de proa. Eran los tiempos de Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo. Una versión revisionista, heterodoxa, hipertrofiada y cínica de la vieja épica y de los antiguos mitos del old west.

Cínico y revisionista
La proyección conseguida por su figura en el marco de una versión foránea y degradada del género americano por excelencia le permitió convertirse, curiosamente, en el nuevo arquetipo -no menos cínico y revisionista- del thriller escéptico, descreído y violento que se abría camino en el cine de Hollywood a finales de la "década prodigiosa" y comienzos de los setenta.

Su presencia y su temple dieron sentido y carácter al sheriff Coogan y al inspector Harry Callahan (La jungla humana, Harry el Sucio), pero aquellas películas dirigidas por el eficaz Don Siegel eran ya producciones de Eastwood con su propia empresa entonces recién creada: la Malpaso. Con ellas empezaba a intuirse algo que poco después se hará evidente, con notable frecuencia, en algunas de las más reveladoras películas en las que interviene, ya sea como actor o como productor, pero sin asumir formalmente el papel de director: su capacidad para convertirse en el verdadero "cerebro gris", subterráneo autor en la sombra de obras tan importantes como El seductor y Fuga de Alcatraz (ambas de Siegel), o En la cuerda floja (firmada por Richard Tuggle), antesalas de la madurez y de la complejidad expresiva que más adelante terminará por alcanzar el mundo personal del cineasta.

Por aquellas fechas Clint Eastwood dirigía ya sus propias películas (había debutado como realizador en 1971 con Escalofrío en la noche), pero durante más de una década la expresión autónoma de aquel universo caminó todavía por senderos de cierta tosquedad, demasiado deudores de los moldes más comerciales y simplificadores, incapaces aún de depurar y asentar sus propios rasgos.

De forma bastante consecuente (pues abunda el oportunismo fácil que trata de reivindicar ahora, innecesariamente y en bruto, la totalidad de la obra), la crítica se mostraba entonces escéptica y distante frente a una filmografía que sólo comenzó a ofrecer destellos de genuino talento en 1976 (El fuera de la ley), que empieza a cristalizar con mayor hondura en 1982 y 1985 (El aventurero de medianoche, El jinete pálido) y que no explota con fuerza arrolladora hasta que, en 1988, aparece un estremecedor retrato de Charlie Parker que toma la forma de una obra radical y fuera de tiempo, sin concesiones y a contracorriente, inesperada síntesis de clasicismo y modernidad: Bird, muy probablemente el mejor y mayor tributo que el cine ha rendido en toda su historia a la música y a los músicos de jazz. A partir de aquella fecha, las tornas se invierten. La crítica de todo el mundo se encuentra, por fin, ante un cineasta en plena madurez y capaz de depurar la expresión fílmica de su particular mundo interior.

Frente a la industria
Eastwood, por su parte, asienta frente a la industria su particular forma de independencia: la que le lleva a realizar -como actor o como director- ocasionales concesiones (tan personales, por otra parte, como El principiante o En la línea de fuego, dirigida esta última por Wolfgang Petersen), meras contrapartidas que le facilitan el poder rodar, antes o después, las historias que realmente le interesan y que trazan, en su conjunto, un itinerario sin parangón en el cine actual, señalizado por las grandes conquistas sucesivas que ofrecen Cazador blanco, corazón negro (1990), Sin perdón (1992), Un mundo perfecto (1993), Los puentes de Madison (1995), Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) y Space Cowboys (2000).

El biopic, el cine de safaris africanos, el western, el thriller con formato de road movie, el melodrama, el cine negro y la ciencia-ficción espacial encuentran así una inesperada y poliédrica revisión de los géneros canónicos de Hollywood. En sus imágenes se hace visible la preocupación por conectar con lo más fértil de la tradición narrativa a la que cada uno de aquellos títulos se remite y, al mismo tiempo, la voluntad de filmar los hechos narrados con la vibración y con el espesor propios de una experiencia no intercambiable, con la urgencia implícita en la necesidad de comunicar una vivencia vital, moral y biográfica.

Desde la perspectiva de quien se muestra plenamente consciente de que hacer cine, a finales del siglo XX, equivale a comprender que es preciso ajustar cuentas con el pasado sin hacer tabla rasa de la tradición, que es necesario partir de ésta sin renunciar a buscar una nueva densidad para las viejas y seguras fórmulas narrativas de siempre, se abre paso con estas obras una manera de filmar y de narrar que, como dice Santos Zunzunegui a propósito del cine de Scorsese, viene a reformular y ampliar la herencia en la que toda obra de nuestros días viene a inscribirse.

Reelaboración de la tradición y captura de la intensidad inherente a lo irrepetible. Reescritura de la representación clásica y conexión con una aspiración fundamental de la modernidad. Reinterpretación, en definitiva, del cine clásico desde la plena conciencia de su historicidad y al servicio de un discurso personal fuertemente enraizado en el mundo actual. Coordenadas creativas que el cine de Eastwood comparte, si acaso, con el de Coppola, Scorsese o Woody Allen. Territorio privilegiado, a fin de cuentas, por el que circulan algunos de los creadores más sólidos del cine americano de las últimas décadas, entre los que el autor de Sin perdón emerge como la figura capaz de integrar con más armonía el respeto a las formas visuales del clasicismo y la implicación, tan activa como sincera, de una mirada contemporánea.

"Trabajos menores"
Entre medias quedan los que sólo relativamente podríamos llamar "trabajos menores", títulos como Poder absoluto (1997) o Ejecución inminente (1999), a los que ahora viene a sumarse, con toda evidencia, Deuda de sangre (2002). Son obras menos ambiciosas, más dóciles en su manera de plegarse a los cauces bien conocidos del thriller clásico, ya sea en su vertiente política (la primera), en su faceta testimonial de denuncia contra la pena de muerte (la segunda) o en su voluntariosa y aplicada manera de darle una nueva vuelta de tuerca -no demasiado original- al esquema de la investigación policíaca sobre la actividad criminal de un serial killer. La novela original de Michael Connelly ofrecía a Clint Eastwood, además, la oportunidad de reciclar a su modo y manera algunos temas que habían aparecido ya antes dentro de la excelente En la línea de fuego: la enfermiza relación de dependencia que el asesino establece con el ex-policía, a quien convierte en interlocutor y destinatario de su delirio, y el retrato de un héroe otoñal, profesionalmente retirado y con problemas de salud, convierten a Deuda de sangre en un inesperado epígono de aquel film.

Un retrato melancólico
Si bien es cierto que al director no le ha interesado aquí tanto la intriga detectivesca propiamente dicha, las indagaciones de tipo policíaco sobre el caso, como el retrato melancólico de un policía veterano que reflexiona sobre las deudas que ha contraído para conservar su vida y que le obligan a regresar, de forma inesperada, al ejercicio de la violencia. Se abre paso así una reflexión que convierte al Terry McCaleb de Deuda de sangre en continuador coherente de la personal galería de héroes cansados y retirados, que se han vuelto escépticos y que, por diferentes razones, se ven obligados a retomar la actividad que antes habían abandonado.

Son el William Munny de Sin perdón, el Frank Horrigan de En la línea de fuego, y los astronautas de Space Cowboys. Figuras crepusculares y sabias, héroes otoñales cargados de dignidad, probables autorretratos de un creador que se sabe al final del camino y que se resiste a la jubilación, protagonistas de un hermoso discurso que encuentra en la reformulación y reinvención del clasicismo la razón de ser, la solidez narrativa, la compleja sencillez, la transparencia visual y el sentido de fondo de una trayectoria ejemplar.

Filmografía a prueba de balas
El jinete pálido (1985). Western fantasmagórico, de intensos claroscuros, en cierto modo precedente de Sin perdón, en el que traza con poderoso lirismo las luchas antagónicas entre el bien y el mal en la joven América de los buscadores de oro. Un trabajo con todas las interpretaciones.
Bird (1988). Retrato sombrío y doloroso de un gigante de la música, el genio del saxofón Charlie Parker (Forest Whitaker). El pulso, la respiración, el latido y el sonido del jazz traducidos a planos, encuadres, luces y ritmos de cine.
Corazón blanco, corazón negro (1990). El rodaje de La reina de áfrica como pretexto para una meditación tan lúcida como crítica sobre la soberbia del creador que trata de imponerse sobre la naturaleza. La más oscura y reflexiva película de safaris de la historia del cine.
Sin perdón (1992). Un western sombrío, crepuscular, lluvioso, jazzístico y nocturno que esconde, dentro de sus hermosas y melancólicas imágenes, una indagación otoñal, desencantada y de tintes casi fantasmagóricos en el sentido moral de la violencia dentro de experiencia histórica americana. La cumbre suprema del género en el último cuarto del siglo XX.
Un mundo perfecto (1993). Un nuevo peldaño, prolongación coherente de la película anterior, sobre el sentido de la violencia en la configuración histórica de la sociedad americana, esta vez con el eco del asesinato de Kennedy bajo los pliegues de una road movie en busca de la última frontera.
Los puentes de Madison (1995). Al mismo tiempo clásico y radicalmente moderno, heredero de Douglas Sirk y de Henry Thoreau, este melodrama destila -en el tiempo suspendido de su relato- una otoñal, pero revulsiva reivindicación del amor y de la pasión frente a las cortapisas sociales.
Medianoche en el jardín del bien y del mal (1995). Las entrañas menos confesables de la sociedad sudista americana diseccionadas con el escalpelo del mejor cine negro dentro de una narración envuelta en sugerentes, inacabables ambigöedades.
Space Cowboys (2000). Astronautas abuelitos en una misión espacial construida desde una perspectiva desmitificadora del heroísmo tradicional y al servicio de un sabio espectáculo de entretenimiento.