Ingenua trascendencia
Noviembre
25 septiembre, 2003 02:00Ingrid Rubio y Oscar Jaenada
Dice Achero Mañas que su protagonista, Alfredo (líder de un combativo grupo de teatro callejero), pretende que su labor mueva las cosas, que trascienda. Es una pretensión que comparte la propia película, cuyas imáge- nes conforman una especie de requisitoria ideológica, un grito programático de agitación cultural contra "cualquier forma de absolutismo, de verdad inamovible que pueda llevarnos a una única y exclusiva forma de pensamiento, ya sea en el arte, en la política o en cualquier otro ámbito".Palabras mayores. Empresa realmente titánica, cuyo abordaje anuncian ya las palabras del cineasta y corroboran, después, tanto el dispositivo narrativo urdido por Achero Mañas como su propia puesta en escena de las andanzas de Alfredo y de sus amigos: un grupo de jóvenes que se lanzan a la escenificación callejera de alegorías y provocaciones con la voluntad de hacer reaccionar a los viandantes. En su apasionada y desprejuiciada defensa de la utopía, los teatreros del grupo Noviembre claman contra "una sociedad dominada por el individualismo, con un sentido claramente materialista y donde la gente no cree ya prácticamente en nada". Son, de nuevo, palabras del director, que describe bien a sus criaturas porque el propósito de éstas también es el suyo. Y es aquí, precisamente, donde empiezan las limitaciones más claras de la película.
El teatro es, para Alfredo y sus amigos, un instrumento cargado de palabras y de ideas, de contradicción y de paradoja. Pero resulta que no hay ninguna contradicción dialéctica entre lo que piensan los personajes y lo que nos dicen el relato y las imágenes de Achero Mañas, para quien -parafraseando a Celaya- "el arte es un arma cargada de futuro", según nos informa (para subrayar una vez más, pero no para contrastar, ni para someter el discurso a reconsideración autocrítica) el letrero final, por si acaso no había quedado antes lo suficientemente claro el repetitivo mensaje de la película.
Por asombroso que pueda parecer, la acción no transcurre a finales de los años sesenta, sino en época contemporánea. Quizás por ello, Achero Mañas nos dice -en el pressbook- que sus protagonistas son "anacrónicos, quijotescos, inevitablemente abocados al fracaso", pero las imágenes no se distancian de ellos para presentarlos así, para desvelar el decálage histórico de estas figuras -ubicadas por su creador en un tiempo que no puede explicarlos, que no produce este modelo de "combatiente cultural"- o para provocar una reflexión doliente sobre este imposible, sino que se muestran abiertamente solidarias, cómplices y hasta complacientes con sus objetivos y con sus proclamas, con sus deseos de denuncia y de agitación.
El dispositivo narrativo no sólo confirma, sino que refuerza esta opción (la mirada que un cineasta construye no es una cuestión de intenciones, sino de sintaxis y de puesta en escena), puesto que una redundante arquitectura de falso documental -situado en un supuesto futuro, desde el que intervienen cuantos conocieron al protagonista- nos devuelve una imagen a la postre mitificada y nostálgica de Alfredo y de sus diatribas. La ingenuidad no es ya entonces la del personaje, sino la de una película que -al identificarse acríticamente con el ideario de sus personajes- se pliega con docilidad a lo discursivo (de ahí las alargadas y repetidas representaciones callejeras) y se olvida de la reflexión hasta terminar proponiendo un discurso no ya ingenuo, sino candoroso. Un armazón demasiado débil para tantas ambiciones.