Image: El fatum de la violencia

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Cine

El fatum de la violencia

23 octubre, 2003 02:00

Kevin Bacon y Sean Pean en Mystic River

Director: Clint Eastwood. Intérpretes: Sean Penn, Tim Robbins, Kevin Bacon. Guionista: Brian Helgeland. Estreno: 24 octubre. 137 minutos

El misterio del mal y la gangrena de la violencia. He aquí las dos incógnitas de fondo, los dos peligrosos toboganes, cual aterradores agujeros negros, por los que parece despeñarse la sociedad americana de hoy a juzgar por las dos grandes películas filmadas este año en aquel país: Elefante, de Gus Van Sant, y Mystic River, de Clint Eastwood. Dos trabajos que ponen en escena la dinámica maldita de la violencia, ese fatum amenazante y casi impenetrable al que ambos se enfrentan con plena conciencia de no poder explicarlo, pero sin renunciar a indagar en sus negras turbulencias.

Más una meditación moral que un thriller de investigación, la propuesta que Mystic River coloca sobre la pantalla equivale a entrar con una mirada bergmaniana en los códigos de una intriga criminal. A Eastwood no le interesa tanto esclarecer el nuevo crimen que los policías investigan (un eco fatídico del suceso originario) como abrir una reflexión sobre las repercusiones de la violencia a partir de la tragedia que abre la película: el secuestro y la violación de un niño: acontecimiento que dejará una huella profunda en la víctima, condenada a vivir con la memoria de aquella agresión, y en todo su entrono, que ha organizado, de una forma o de otra, diferentes formas de convivencia con el recuerdo de lo innombrable.

La puesta en escena levanta acta minuciosa de los círculos concéntricos generados por la irrupción de la violencia. La vida y la muerte se contaminan hasta despeñarse, en perturbadora promiscuidad, por un abismo que habla de venganza telúrica y de supervivencia al mismo tiempo que el mal se expande por toda la atmósfera. El espesor dramático de la narración corre paralelo con la naturaleza sombría de las imágenes. Volvemos al territorio de El jinete pálido, de Un mundo perfecto, de Medianoche en el jardín del bien y del mal y, sobre todo, de Sin perdón: la violencia como carcoma, como fatalidad maldita que envenena el horizonte vital.

La elegancia visual del cineasta, el sentido de los encuadres, la duración de los planos y la coreografía de la cámara tensan el clima de las situaciones y dan forma a ese río sin retorno por el que se precipitan los acontecimientos hasta llegar a un doble desenlace cuya capacidad de resonancia, a la vez dramática y metafórica, ilumina hacia atrás y proyecta hacia delante el sentido de fondo de la película.

La necesidad de "proteger a los nuestros" por encima o incluso al margen de la ley, a cualquier precio y por cualquier método (esa estremecedora secuencia en la que Annabeth -rediviva Lady Macbeth- inviste a su vengador esposo como "rey" de la ciudad) y ese desfile final que celebra los orígenes de la nación para sepultar, bajo los fastos mítico-folclóricos, la aceptación institucional de la violencia, ponen en escena -con una riqueza significativa pocas veces vista- la implícita "ley del silencio" que impone sus dictado para que la convivencia no termine por descomponerse y para que la gangrena no acabe de aflorar. Las contradicciones se ocultan bajo el ilusorio ropaje del mito fundacional para que la liturgia pueda volver a celebrarse y la violencia ilegítima pueda ser asumida, colectivamente, como necesidad inevitable frente a una agresión criminal. Ninguna otra película ha trazado una radiografía ni tan certera ni tan devastadora sobre la metástasis cancerosa que amenaza a la sociedad americana del presente.