Nubes de verano
Director: Felipe Vega
29 abril, 2004 02:00David Selvas y Natalia Millán en Nubes de verano
El paisaje, la luz y la climatología estacional (factores de inequívoca raigambre rohmeriana) condicionan, de manera determinante, las idas y venidas de cuatro personajes atrapados en una encrucijada de reconocible sabor chéjoviano dentro de una pieza de cámara que apenas tiene raíces en las tradiciones más reconocibles del cine español. El cruce, colocado bajo la advocación simultánea de Ozu (que presta el título) y de Hitchcock (que ofrece la premisa narrativa) da lugar a una sugerente propuesta que hace de la transparencia en el estilo y del pudor en la mirada sus armas principales.Los personajes creados por Manolo Hidalgo y Felipe Vega se enfrentan, entre la sensualidad propia del estío y los metafóricos nubarrones veraniegos que amenazan su estabilidad, a una encrucijada atravesada por complejas ecuaciones emocionales y morales: la erosión que produce el paso del tiempo sobre la fragilidad de las relaciones amorosas, la difusa conciencia sobre la seguridad de los sentimientos, los juegos del deseo y de la seducción, la relatividad de las verdades y de las mentiras...
Al igual que planteaba Extraños en un tren, también aquí dos personajes se conjuran para alterar la existencia de otros dos. La charada está impulsada por un seductor vocacional, a medio camino entre el Valmont de Las amistades peligrosas y el Henri de Pauline en la playa, plausibles maestros inspiradores de la figura que pone a prueba la supuesta solidez de un matrimonio cuya relación parece inspirada por la que mantenían Hélène y Frédéric en L´Amour, l´ après-midi: reconocibles anclajes rohmerianos bajo la superficie de una obra firmada por el mismo cineasta que ya cultivaba un territorio equivalente en Un paraguas para tres (1992).
Ese atractivo agente de lo inmoral no sujeto a ninguna responsabilidad moral pone en marcha un mecanismo que sacude, de forma inesperada, las falsas seguridades en las que se refugia una estabilidad amorosa amenazada por la dialéctica entre la seguridad y el deseo, entre el amor y el sexo, entre los instintos y la moral. El juego involucra a cuatro personajes que se ven enfrentados a las contradicciones entre lo que dicen y lo que hacen, entre lo que sienten y lo que necesitan creer, entre las medias verdades que les cuentan a los otros y las medias mentiras que se dicen a sí mismos.
Lo mejor de la propuesta es que los creadores miran a sus criaturas de tú a tú, sin juzgarlas y sin justificarlas, observándolas siempre con sumo respeto. Lo más inteligente de su arquitectura narrativa es una oportuna elipsis (relativa a la consumación o no del adulterio) que hace gravitar sobre los espectadores inseguridades equivalentes a las que desazonan a los personajes. Lo menos convincente de la función son las limitaciones que evidencian los actores, a quienes les falta naturalidad para abordar una operación tan compleja. Y lo más estimulante del resultado es la sutil inteligencia de unos diálogos a la vez realistas y analíticos, de una pudorosa moral visual que no se impone sobre las imágenes, de un espejo que nos devuelve un inquietante reflejo de nosotros mismos.