En el valle de Elah
Director: Paul Haggis
17 enero, 2008 01:00El mecanismo del formato narrativo consiste en identificar la mirada del espectador con la de un padre (honrado ciudadano de incuestionable fidelidad a la patria, impoluta hoja de servicios militares y acrisolada honradez) empeñado en investigar las circunstancias en las que ha muerto su hijo (soldado en Iraq). La audiencia acompaña en todo momento al personaje (interpretado por Tommy Lee Jones) hasta descubrir la verdad que el secretismo militar intenta ocultar. También en este aspecto, por tanto, la fórmula no hace más que imitar las pautas utilizadas ya por filmes como No hay salida (Roger Donaldson), Hardcore (Paul Schrader) o Algunos hombres buenos (Rob Reiner).
La articulación de este formato con la citada perspectiva ideológica ofrece resultados gratificantes. La mirada del liberal Paul Haggis encontrará en el espectador crítico con la invasión un interlocutor que se verá fielmente recompensado por la bien dosificada estructura narrativa. Por eso, cuando el protagonista decida finalmente invertir la bandera en lo alto del mástil para reconocer así que el país tiene problemas, la catarsis moral consigue su objetivo: redime al protagonista y gratifica al espectador identificado con su evolución interna. Todo en orden. Sólo que éste es, sin duda, un orden sospechoso. Un orden construido con minucioso cálculo por el guión, impermeable a toda complejidad o turbulencia subterránea. Un orden que no se asienta sobre la duda, ni sobre la reflexión, ni sobre el análisis de la compleja, frágil y contradictoria realidad interpelada (la conciencia moral del país interior), sino sobre la afirmación de un itinerario que persigue dar un sentido inequívoco -y decidido de antemano- a esa realidad. La crisis ética del protagonista no es interrogada, provocada por las imágenes; es simplemente ilustrada (de forma tan solvente como previsible) por un guión construido a la medida exacta del discurso premeditado y formateado desde su concepción.
Entiéndase bien. No es cuestión de menospreciar en lo que vale el discurso del liberalismo crítico esta- dounidense sobre el tema. Sólo que ese posicionamiento no garantiza ningún rédito adicional en el territorio creativo. Paul Haggis parece convencido de que las instituciones americanas estarán a salvo mientras existan héroes nobles como su protagonista, pero John Ford (el viejo y católico Ford, poco sospechoso de izquierdismo, pero más brechtiano) nos enseñó hace ya mucho que un sistema insano no sólo puede perpetuarse gracias a los hombres nobles, sino que necesita hombres nobles para perpetuarse, lo que resulta bastante menos tranquilizador y nos obliga a cuestionar muchas más cosas.
Ford sabía que la leyenda (la nobleza de los héroes) era sólo un componente del mito necesario sobre el que se asientan los valores de una determinada idea de la patria. Y además nos avisó repetidamente (Fort Apache, El hombre que mató a Liberty Valance) de que la realidad era casi siempre diferente, menos épica y bastante más prosaica o incluso dolorosamente incómoda. Haggis confunde la leyenda con la realidad o, aún peor, disfraza la realidad de leyenda. Por ello su confortable alegato no nos ayudará a comprender la compleja realidad que se esconde bajo los pliegues del país que en su día apoyó mayoritariamente la locura de Bush y que ahora empieza a sacudirse el espejismo y comienza a sufrir la pesadilla.