Spielberg versus Tarantino
Y Lincoln desató la épica black power
18 enero, 2013 01:00Daniel Day-Lewis es el decimosexto presidente de EEUU en Lincoln. A la dcha: Christoph Waltz en Django desencadenado
El periodo histórico de la esclavitud negra en Estados Unidos ha estado demasiado tiempo ausente del cine americano. Pero Steven Spielberg y Quentin Tarantino, los cineastas estadounidenses más admirados y populares de nuestros días, han decidido que ya basta. Sea con un sobrio retrato de los últimos meses en la vida del presidente Abraham Lincoln, o mediante la épica de un western posmoderno en el que la población negra se toma la venganza, tanto 'Lincoln' (con 12 candidaturas al Oscar) como 'Django desencadenado' (con 5) proponen respectivas enmiendas a la historia oficial. Además, ambos filmes, que se estrenan hoy en salas españolas, se cuentan entre lo más brillante de ambos creadores.
Pero no es oportunismo. Tarantino lleva muchos años, décadas, imaginando ese filme que pudiera hacer justicia a su enfermiza devoción por los spaguetti westerns de Sergio Leone -y Sergio Corbucci, director de Django (1966), inspiración central del filme, con cuyo tema musical interpretado por Robert Fia abre Tarantino su opus magna-, y que al mismo tiempo hibridara con su mística de la violencia y con otra de sus pasiones cinemático-musicales: la cultura del black power. Tarantino convierte en un juego de niños el más imposible de los desafíos: llevar el western a paisajes ignotos, nunca transitados en el cine. Le sobra el talento y le faltan complejos como para no hacerlo. Spielberg, por su parte, llevaba doce años persiguiendo a Daniel Day-Lewis para que habitara el cuerpo de Abraham Lincoln, el presidente más venerado por su pueblo, el que abolió la esclavitud (al menos sobre el papel) y puso fin a la sangría de la Guerra de Secesión.
Pedagogía histórica
"Admitió que se sentía intimidado -recuerda Spielberg de Day-Lewis-. Sobre todo por la entidad de la figura, del propio Lincoln, tan compleja y respetada que el cine americano no le había dedicado una gran ficción en más de setenta años". La clave de las muchas y asombrosas virtudes que emanan de Lincoln, entre ellas el motivo por el que el actor dos veces oscarizado (camino de la tercera estatuilla) finalmente diera luz verde al proyecto (Spielberg nunca lo hubiera hecho sin él), reside en el guion de Tony Kurschner. Un relato que apela a la pedagogía histórica y a la densidad verbal, al control escénico, al arte de la iluminación y a la energía de las interpretaciones. El trepidante sello cinemático de Spielberg, que siempre se ha dejado ver y escuchar con más exhibición que sutileza, se encoge y se transforma frente a la estatura (física, histórica y moral) de Lincoln, y el director de Indiana Jones tira por la borda, saludablemente, algunas convenciones adquiridas en su cine. Para que nos entendamos: en Lincoln todos los fuegos de artificio son de carácter verbal.Tommy Lee Jones en Lincoln
Tarantino sitúa su épica macabra (y macarra) en 1858, "en algún lugar de Texas" (aunque luego el relato se traslada a Mississippi), tres años antes del estallido fratricida. Cualquier especulación en torno a si, como hiciera Leone en El bueno, el feo y el malo (1966), el autor de Pulp Fiction (1996) iba a escenificar con cuerpos desmembrados y regueros de sangre la contienda civil -como sí hace Speilberg en el prólogo de Lincoln, su única concesión al espectáculo en el contexto de una "película de cámara"-, queda ya definitivamente desactivada. El cineasta de Knoxville tiene otros planes, otras sucias guerras que filmar. Y pasan precisamente por tejer su propia fantasía iconoclasta, un nuevo relato de venganza (como todas sus películas post 11-S) en el que el contexto histórico, que actúa como mero vehículo mitológico y dramático, está ahí para ser subvertido y rectificado. "Mi obligación no era ser históricamente correcto, sino transportar físicamente a los espectadores a cómo era la América de entonces -ha dicho Tarantino-. Y quería que fuera traumático". Amplificando la fórmula de Malditos bastardos (2009), el cine se ofrece como la pantalla donde expiar las atrocidades de la historia y reescribirla con licencia (y justicia) poética.
Ya lo decía Sonny Chiba en Kill Bill: "La venganza nunca es un camino recto". Y desde luego no lo es el que emprende el esclavo Django (Jamie Foxx), que deviene en cazarrecompensas cuando es liberado por el alemán Schultz (el mejor personaje que nunca ha escrito Tarantino, sublimado por la interpretación de Christoph Waltz), para salvar a su esposa (¡Broomhilda!) de las garras del esclavismo. Excepto algunos poderosos flashbacks -que se ofrecen, al igual que en los más recordados spaguetti westerns, como espacios en los que revelar recuerdos traumáticos y determinantes del protagonista-, Tarantino desestima la estructura puzzle que habitualmente propulsan sus relatos, y camina siempre recto hacia la deflagración de tensiones, hacia un tramo final en el que Leonardo DiCaprio, en la piel de Calvin Candie, dueño de la plantación esclavista más grande del estado, defiende con honor el privilegio de interpretar al villano más descarnadamente psicópata (y caricaturesco, como casi todo en Tarantino) en habitar un western. Palabras mayores.
Leonardo DiCaprio en Django desencadenado
Espectáculo y ascetismo
La condición espectacular, brutal y operística de Django desencadenado, recorrida por esa cualidad surrealista tan propia de los spaguetti westerns, pero sobre todo por el omnívoro reciclaje de códigos que, a modo de pastiche, propone siempre el cine de Tarantino, contrasta en toda su portentosa exhibición de requiebros cinemáticos con la delicadeza, la depuración, casi el ascetismo con que Spielberg filma su retrato en claroscuros de Lincoln, haciéndose eco en todo momento de la ambigüedad moral del drama. Era en verdad difícil de imaginar una película tan modulada en las manos del director de Caballo de guerra y Las aventuras de Tintín, con las que el Rey Midas de Hollywood ofreció el año pasado su vertiente más pro-Disney.Pero la depurada, pictórica puesta en escena de Lincoln está al servicio de la oratoria, con secuencias concebidas casi en su totalidad dentro de estancias oscuras, confiando en la sobriedad del plano estático, iluminadas con tenebrismo por Janusz Kaminski, de manera que los personajes, especialmente Lincoln, reaparecen y desaparecen devorados por las sombras. Y es que el filme de Spielberg describe con minuciosidad el sucio juego político que condujo a la abolición de la esclavitud, desde las estrategias de presión manejadas por Lincoln hasta los pactos debajo de la mesa para conseguir los votos necesarios en el Congreso. La perfecta síntesis dramática de este capítulo histórico lo escuchamos en boca del congresista Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones): "La ley más importante de la historia de Estados Unidos se ha aprobado mediante un proceso corrupto manejado por el hombre más puro y honrado que ha dado América".
Las armas de Spielberg son por tanto la contención y la palabra torrencial, conjurando pactos, chantajes y traiciones. Las armas de Tarantino son la libertad (como su protagonista desencadenado), el descaro lúdico y el ímpetu incesante de su épica, que no se detiene a la hora de saldar deudas con la historia de su país y del cine que éste ha fabricado. "Ya era hora de que nos enfrentáramos a un tema tantas veces esquivado. Muchos países se han visto forzados a confrontar las atrocidades de su pasado, pero América no se ha atrevido a mirar de frente a la esclavitud. Y eso es un problema", ha declarado Tarantino. Y es verdad. Como lo es también, por causa o consecuencia, para el cine de América.
Población ignorada
La esclavitud no merece una sola mención en la película de D. W. Griffith Abraham Lincoln (1930) -y sus retratos heroicos del Ku Kux Klan en El nacimiento de una nación aún permanecen como una de las grandes aberraciones de la historia del cine-, y en El joven Lincoln (1939) de John Ford apenas se mencionaba de pasada, aunque de forma implícita fuera el tema central. En su retrato del Illionis de 1830, simplemente, no había negros. Por entonces sus presencias todavía eran suprimidas de las películas, incluso para interpretar a botones.Jamie Foxx en Django desencadenado
Lo mismo podemos decir de Django desencadenado, verdadera trituradora posmoderna a la que van a dar todos los caminos del western. El autor de Death Proof (2007) hace piruetas acrobáticos del terror al humor con una desenvoltura y organicidad solo al alcance de los elegidos. "Debo decir que, por muy duras y crueles que se pongan las cosas en la película, la realidad fue mucho peor -ha dicho Tarantino-. Todos sabemos de la brutalidad y la inhumanidad del esclavismo, pero cuando investigas un poco, deja de ser un asunto intelectual, un dato histórico... Te cabreas y debes hacer algo al respecto". Su reacción es tan esquizofrénica como eficaz en términos dramáticos. Del terrible sufrimiento de la población negra bajo el yugo blanco, filmado sin ápice de distancia, con brutal y descarnado dramatismo, el autor de Jackie Brown (su otra declaración reverencial a la negritud) hace irrumpir la sorna y la sátira hilarante, especialmente en una escena dedicada a los capuchones del Ku Klux Klan.
Se trata de una de esas secuencias, abundantes en la filmografía tarantiniana, que te hacen comprender la distancia que separa a un gran cineasta de un creador con genio. Y lo hace a costa de John Ford, a quien Tarantino simplemente detesta: "Era uno de los miembros del KKK en la película de Griffith", ha recordado con su habitual bilis iconoclasta. La película asume la reelaboración contemporánea de Leone como uno más de sus múltiples gestos de pasión hacia el cine del oeste, que lee también en clave de Hawks y Peckinpah. En Django desencadenado cincela ese western imposible que se declina en rap, en funky, en soul -el tema Freedom, de Richie Heavens, suena en su versión de Woodstock, ese gran ritual de las libertades-, un western que propulsa el gran género americano hacia lugares tan lúdicos, melancólicos y delirantes como completamente insospechados.