Jonze y el código binario del amor
Joaquin Phoenix es Theodore en Her de Spike Jonze. Foto: Madrid
Siempre dispuesto a poner a prueba las posibilidades del relato cinematográfico, Spike Jonze lleva la comedia romántica a un lugar inquietante. ¿Es posible el romance entre un hombre y su ordenador? Nos lo cuenta en Her.
Tenemos que imaginarnos en un futuro cercano. El espléndido diseño de producción y el trabajo de dirección artística lo ponen fácil. Como si fuera un episodio de la serie británica Black Mirror -imaginando futuribles y distopías donde las relaciones humanas están determinadas por dispositivos tecnológicos-, pronto entendemos que el escritor que protagoniza Her, Theodore (Joaquin Phoenix), habita un tiempo quizá no demasiado lejano en el que la inteligencia virtual (que no artificial) ha adquirido la capacidad de desarrollar emociones. Solitario, recién salido de una larga relación y en proceso de divorcio, enganchado a los videojuegos y el sexo telefónico, Theodore parece la víctima propiciatoria de un amor que no exige grandes responsabilidades. Ese amor se llamará Samantha, tendrá la voz cálida de Scarlett Johansson y la forma informe de un sistema operativo. Será un amor sin pretérito, un amor sin cuerpo.
Hace cuatro años, Jonze dirigió el hermoso mediometraje I'm Here, una historia de amor entre robots que ahora emerge como claro precedente de Her, como si entonces ya estuviera explorando las posibilidades de un romance con riesgo de cortocircuito emocional. Todo en la vida de Theodore está cimentado en la tecnología. Cuando adquiere el último grito cibernético, un sistema operativo que intuye los deseos y preocupaciones del usuario, la voz del ordenador le hace una pregunta crucial que forma parte del protocolo de adaptación: "¿Cómo es su relación con su madre?". A partir de entonces, como todos los amantes desde el principio de los tiempos, los sentimientos de Theodore y Samantha se transforman en profunda dependencia. El romance imposible, bajo el signo musical de Arcade Fire, se abisma hacia las emociones desvalidas.
Con toda la coherencia fílmica que requiere una escena así, la intimidad sexual hombre-máquina se conjuga con un pavoroso corte a negro. El hecho de que Samantha sienta (o adquiera) la irreprimible necesidad del contacto piel con piel es el catalizador hacia un giro dramático de alto riesgo. Jonze contrasta una y otra vez el amor físico (fragmentos malickianos de la memoria de Theodore con su exmujer) con el amor virtual, convertido en pandemia contemporánea. Sin unos ojos en los que sumergirse, el relato de la emoción pierde fibra, mientras que el retrato social toma consistencia. Y de eso precisamente nos habla Her, de la inclemencia artificial, de su siniestra (im)posibilidad, como certifica un desenlace tan frío y precipitado como un coitus interruptus. A falta de carne, queda la imaginación. O mejor: un amor incorpóreo predestinado a habitar en las redes de nuestra memoria.