Victoria de los Ángeles en 'Madame Butterfly',  de Puccini, en el montaje de 1955 en el Metropolitan de Nueva York

Victoria de los Ángeles en 'Madame Butterfly', de Puccini, en el montaje de 1955 en el Metropolitan de Nueva York

Música

Victoria de los Ángeles, la voz químicamente pura, cumple cien años

El Liceu le ha preparado una gala homenaje el próximo 7 de noviembre con motivo del aniversario de su nacimiento, que se celebra el día 1.

1 noviembre, 2023 02:22

Siempre es difícil describir con palabras una voz. Si esta es de la pasta, de la carne, de la densidad de la de Victoria de los Ángeles (Barcelona, 1923-Barcelona, 2005) el intento puede ser complicado. Pero hemos de intentarlo. Había en ese órgano relieves que nos permiten, por decirlo de un modo prosaico, asirlo para un examen didáctico. Decía en cierta ocasión Joaquín Calvo Sotelo que la de Victoria era una “voz químicamente pura”.

Desde luego, el timbre era muy característico, tenía un terciopelo y una satinada suavidad. Esa sonoridad aparecía envuelta en una muy matizada, pero clara y diáfana luz emanada de una garganta preparada prácticamente desde el nacimiento, con una impostación natural y una línea de canto extrañamente madura. El timbre, de soprano lírica de cierta anchura, luminoso, aunque con claroscuros muy excitantes, era cremoso y acariciador, terso, de evidente sensualidad, homogéneo, con fácil soldadura de registros, de purísimo esmalte.

Pocas cantantes han gozado de una voz tan mórbida, de tan delicadas inflexiones. El canto en ella, debido a esa espontaneidad emisora, era de aplastante espontaneidad. Victoria cantaba como hablaba, sin apreciable esfuerzo; era un acto reflejo como el de respirar. Lo que hacía pensar en una sorprendente técnica, que sin duda provenía de la propia cuna y que los buenos oficios de su profesora en el Conservatorio de Barcelona, Dolores Frau, contribuirían a mejorar.

El timbre de Victoria de los Ángeles, de soprano lírica de cierta anchura, luminoso, aunque con claroscuros muy excitantes, era cremoso y acariciador

Se comprobó ya en sus primera actuaciones, por ejemplo, una Bohème de 1941 o un Orfeo monteverdiano de 1942, aún en las aulas, que allí había una artista excepcional, de una ductilidad, de una expresividad emotiva singulares. Lo demostró después de continuo en sus colaboraciones con el grupo de música antigua Arts Musicae y en sus cada vez más frecuentes apariciones en público. Un recital en el Palau de la Música precedió a su debut en el Liceo, el 13 de enero de 1945, en el papel de Condesa de Las bodas de Fígaro de Mozart, un personaje al que entregaba una calidez y un encanto nostálgico fuera de serie, basados en su mágico legato de violín.

Era en esa época, en efecto, una cantante nacida para los pentagramas del salzburgués. Un manierismo que, sin embargo, afloraría de vez en cuando al cabo de los años cuando el timbre había perdido ya frescura y el aliento no poseía la firmeza inicial. Entonces Victoria dibujaba volutas y acentos que podían llegar a rozar la afectación. La categoría de nuestra cantante se extendió también al mundo del lied y de la canción española, en el que su supremo legato y su sensibilidad poética hacían maravillas; aunque ese refinamiento tan apto para las piezas de Schubert, Schumann o Brahms no casara del todo con las páginas más desgarradas de nuestro repertorio camerístico y que había dominado el estilo un tanto bronco y popular de la mezzosoprano Conchita Supervía.

Quizá la soprano barcelonesa era demasiado elegante, señorial, educada para reproducir el lado más folclórico de algunas músicas. Pero esa sonoridad, esa dicción nítida, no exenta de cierta melifluidad, cautivaban a cualquier oído medianamente educado. La voz de Victoria de los Ángeles era la de una soprano lírica –cambiante, densa e irisada, por supuesto– y abarcaría pronto otros géneros y estilos y tocaría incluso partes más propias de las mezzos: una delicada Charlotte, una Carmen curiosamente poética e introspectiva, una Santuzza de raro patetismo (esta, en disco)… Pero su reino era el de la soprano lírica, que llegaría hasta la Elisabeth de Tannhäuser (ahí está su grabación de 1961 con Wolfgang Sawallisch).

Recordamos su lírica, intensa, desvalida Mimi; su Butterfly interiorizada, aunque falta de la amplitud para una parte que requiere en realidad una soprano spinto; su soñadora y refinada Amelia (de Simón Boccanegra); su sensible y humana Desdémona, bien que sin la anchura adecuada para el concertante del tercer acto. Y sus exquisitas Noches de verano de Berlioz; su Salud de La vida breve.

[Victoria de los Ángeles. Recitales en Tokio]

Para el lied, Victoria de los Ángeles poseía un arte que aunaba la expresividad de Schwarzkopf, la ingenuidad de Seefried, la intensidad de Lemnitz o la limpidez de Grümmer. No olvidemos la finura con la que la cantante daba vida a ciertas figuras de la ópera francesa; por ejemplo, una casi infantil Margarita y una elegantísima, entrañable y cálida Manon. Y la sapiencia con la que decía la mélodie.

Hemos destacado en más de una ocasión, la pureza, la ingenuidad, la limpidez de la intérprete. Aspectos que venían subrayados por la voz, que tenía algo de frágil, y por un temperamento nada desbordante, que incidía en los rasgos de menor dramatismo de los personajes operísticos o que realzaba los valores más claramente poéticos de las canciones; un mundo este en el que se refugió la soprano de manera decidida ya desde los años sesenta, a medida que iba abandonando el de la escena, en el que no siempre se encontraba del todo a gusto: era actriz más bien limitada y estática. Además, en el recital no tenía que esforzarse para dar agudos o trazar fioriture, nunca su fuerte.

Se ha especulado sobre las razones de la evidente pérdida de fuelle, de amplitud y de seguridad en la zona alta; incluso sobre la relativa fragilidad y seguridad de la emisión, que habrían contribuido a esa relativamente pronta huida de los escenarios. Y se ha hablado de la carencia de una técnica auténticamente sólida. Es difícil decirlo. Como antes hemos manifestado, la soprano barcelonesa nació cantando; quizá no forjó suficientemente sus bases en esos primeros años y se dejó llevar por esa insultante facilidad para emitir y modular sonidos.

Una vida sobre el escenario

Hija del malagueño Bernardo López y de la zamorana Victoria García, la soprano, de orígenes humildes, tuvo dos hijos, José Enrique y Alejandro, este último con síndrome de Down. Autodidacta en sus inicios, tras la Guerra Civil ingresa en el Conservatorio del Liceu. En 1940 gana el premio Concursos vivientes de Radio Barcelona, que le permite interpretar La Bohème en el Teatre Victòria.

Alcanza el reconocimiento internacional en 1947 con el Concurso de Ginebra. En 1949 arranca sus apariciones en la Scala de Milán con Ariadne auf Naxos, de Strauss. Llegaría poco después a la BBC de Londres (donde inicia su colaboración con el pianista Gerald Moore), a la Ópera de París (con el Faust de Gounod), al Metropolitan de Nueva York (Otello, Madame Butterfly, Manon, Martha...), al Teatro Colón de Buenos Aires y a Bayreuth (hoy sigue siendo la única soprano española que ha cantado en el templo wagneriano), entre otros escenarios mundiales.

En su etapa final se centró en los recitales y cantó su última ópera (Pelléas et Meélisande, de Debussy) en el Teatro de la Zarzuela de Madrid en 1980. Entre sus últimas apariciones destaca el histórico recital en el Liceo con el compositor y pianista Manuel García Morante en 1992 y, en ese mismo año, su participación en la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El 28 de diciembre de 1997 daría su último concierto acompañada por el pianista Albert Guinovart en el Teatre Nacional de Catalunya. Muere de una bronquitis el 15 de enero de 2005.