La princesa Pitusa
Así comienza la obra inédita de Arrabal
29 noviembre, 2000 01:00El próximo viernes comienza en la Casa de América de Madrid el primer Salón del Libro Teatral Español e Iberoamericano, en el que se pulsará el estado del sector y se leerán obras de los principales dramaturgos de ambos lados del Atlántico. Entre ellas está La princesa Pitusa, un texto inédito de Fernando Arrabal del que EL CULTURAL adelanta un divertido fragmento.
Iba a pasar la noche del 24 de noviembre en Yale University; arrebañándose los calzones, mis amigos Max Ferra, director del teatro Intar de Nueva York; el profesor de Drama School of Yale, O. Bronstein, y el dramaturgo G. Katz, me arremetieron, de caso pensado, con una propuesta original. Me retaron, afectando modestias y dibujando halagos, a que compusiera una comedia robando a aquella noche mi sueño. Puesto a parir escollos, me pidieron que en el entremés, entre embolados y morcillas, se cantaran las tres canciones hispanas que casi todos los americanos saben de carretilla: Amado mío, Granada y La Cucaracha.En mi vida me vi en tal aprieto... Pero a la mañana siguiente, tras haber segado las horas de mis soñarreras, pude leer a mis amigos, durante el tentempié de la mañana, la comedia terminada.
PRIMER CUADRO
La acción transcurre en la Universidad de Yale en 2110.
(El Duque de Badajoz, tras recibir una coz de su caballo Valeroso, le increpa, desalmado.)
El Duque:
¡Animal! ¡Zoquete! ¡Nerón! ¡Bestia! ¡Vándalo! ¡Cuadrúpedo sajón!
(Se dirige feroz, a su distraído y juguetón caballo con una tremenda fusta dispuesto a deslomarlo. Cuando va a arrearle un trallazo cotón colorado, aparece la Princesita Pitusa. Es un encanto de doncellita, tan pura y virginal como maloliente y testaruda. El Duque de Badajoz, prudente, con discreción, se coloca unas pinzas de época en la nariz. Visiblemente tiene puestos en ella sus otros cuatro sentidos: se muere por sus pedazos. Está acaramelado, engorgoritado... la ama con locura.)
La Princesa:
Mi querido Duque, ¿qué ven mis ojos? ¿Osa usted levantar la mano sobre este humilde corcel que con tanto tesón como perseverancia la deambula y callejea sobre sus equinas posaderas?
El Duque:
(Hipócrita) Yo... la verdad es que... con la fusta... tan sólo iba a acariciarle. (De pronto, cicatero) ¿Pero no vio su señoría cómo esta bestia a poco me parte el alma de una coz?
La Princesa:
¡Señor Duque, no tolero su ostensible discriminación a banderas desplegadas!
El Duque:
¿Discriminador? ¡Yo!
La Princesa:
Trata usted a su caballo con tan escandalosa superioridad...
El Duque:
(Tozudo) Le trato como lo que es.
La Princesa:
(Chinchorrera y melodramática) ¿Está seguro de que me ama, Duque?
El Duque:
¿Qué tiene que ver mi platónico amor por usted, Princesa, con mi caballo?
La Princesa:
Permítame que le diga, solemnemente, que no podría ni tan siquiera imaginar como mera hipótesis el unirme por los lazos sagrados del matrimonio con un hombre -incluso de su linaje y virtudes- que discrimina a los cuadrúpedos.
El Duque:
Ni los desdeño ni los menosprecio; lo que sucede es que no tolero (sofocado de furor) las coces de este caballo desobediente.
La Princesa:
(Encantadora, pero firme) ¡Basta!
El Duque:
Le aseguro que me llevo muy bien con otros caballos, con los que estoy a partir un piñón.
La Princesa:
Es el consabido argumento de los empingorotados aristócratas demagogos que siempre pretenden tener amigos entre la masa que desprecian. Puesto que usted forma parte de ese clan de orgullosos nobles (muy seria), me voy. Para siempre.
El Duque:
(A punto de llorar) ¿Qué puedo hacer para que me perdone, princesita de mis entrañas? Mi Dulcinea y mi tormento... La quiero tanto, vida mía... No puedo prescindir de sus tan exóticos olores. (El Duque se quita la pinza de la nariz durante unos instantes ...pero el flujo es tan nauseabundo que tiene que ponerse, con infinita delicadeza, una máscara de gas camuflada)
La Princesa:
Si quiere que no me marche para siempre, tiene que cantarle a su caballo, con cariño, una canción.
El Duque:
Pero... ¿Qué entiende mi caballo de música?
La Princesa:
¡Otra vez! ¿Se cree usted que sólo los miembros de su casta disponen de un fino oído?
El Duque:
No se enfade, princesita de mi alma. Voy... voy... (tartamudeando de temor) Voy a cantarle ahora mismo... (dudando) Caballería rusticana.
La Princesa:
(Enfadadísima) ¿Quiere tomarnos el pelo? Sus provocaciones vulgares le envilecen.
El Duque:
(Muy alarmado) ¿Pero qué puedo cantarle que le guste a usted, princesita de mis narices?
La Princesa:
(Estallando y en plan gresca) Insiste en tratar a su caballo como si no tuviera sentimientos... No es a mí a quien tiene que gustarle su canción, sino a él.
El Duque:
(Inquieto) La verdad... es que... cree usted, amor mío, que si improviso un Himno a la Yegua...
La Princesa:
No sea carroza, querido... Cántele... por ejemplo... Amado mío.
El Duque:
¿No teme que si me oyen mis vasallos extremeños que estudian Informática en el DPPC (Departamento de programas sin Pies ni Cabeza) me tomen... por lo que no soy...?
La Princesa:
No se preocupe, ¡macho! Aquí, en Yale hoy, toda la universidad sabe que es usted uno de los últimos "heterosexuales" del planeta.