Image: Agitación... y Carles Santos

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Teatro

Agitación... y Carles Santos

Ricardo i Elena, en la capital escocesa el 21 de agosto

25 julio, 2001 02:00

Los demonios y todos los ángeles cautivos de Carles Santos se liberan en Ricardo i Elena: iconografía valenciana, provocación, tórrida intransigencia con el tópico y los convencionalismos

Edimburgo es la referencia imprescindible del teatro de todos los veranos. A Edimburgo llega este año Ricardo i Elena, ópera magna, el resumen, por el momento, de una fascinante y discutida, y por lo tanto discutible, trayectoria teatral: Carles Santos. Si la esencia de su extensa obra es la agitación, difícilmente podría no ser discutible. Carles Santos ya estuvo en Edimburgo compartiendo honores con Bob Wilson, Pina Baus y otras estrellas. Situado en la variación constante y en la vanguardia inaccesible, algo así como la revolución permanente aplicada al arte, Carles Santos ha elegido para Ricardo i Elena el latín. Es un latín que, naturalmente, desdeñarían Cicerón y César; y que, a pesar de las evocaciones míticas y trágicas de su título, no nos lleva a Séneca, sino a la plebe cotidiana y espesa. Es un latín que en otros tiempos hubiéramos llamado macarrónico, o sea, un híbrido chuleta y castizo de lenguaje de la calle, invención lingöística, improvisación musical y fusión encanallada de jergas: un esperpento, una caricatura de lenguaje. Todos los demonios y todos los ángeles cautivos de Carles Santos se liberan en esta obra: iconografía valenciana, provocación, tórrida intransigencia con el tópico y los convencionalismos.

Al hablar de Carles Santos es inevitable la palabra provocación, palabra y concepto que, en sí, quizá no quiera decir mucho; pero que, en Carles Santos adquiere una insufrible declaración de principios y una desmesurada dimensión estética. ¿ópera, drama, cine, concierto, hapenning, performance? Todo se funde y se confunde en Carles Santos, que lleva cuarenta años evolucionando, dando el salto mortal de abismo a abismo y llegando a la conclusión, provisional, de que no hay géneros.

Empezó como pianista genial y precoz y ha vuelto al piano como concertista de sí mismo, de los sonidos, de los chirridos y las voces que lo rodean. La música es onomatopeya o estridencia, silencio iluminado, una sonorización de plasticidades fugitivas y errantes. Decir vanguardia en Carles Santos es enunciar un teorema fragmentado y abierto, una relatividad que se niega a sí misma a cada instante. La existencia no es lógica, sino convulsa y contradictoria. Sus síntomas, sus equilibrios externos, son emanaciones de un desbarajuste interno, insistentemente mutante, que es la característica esencial de la poética creadora de Carles Santos. Parte de culpa en todo esto la tuvo Brossa, el imprescindible catalizador de la cultura catalana de los años sesenta y setenta, sus poemas visuales, su poliformismo expresivo.

Conociendo a Joan Brossa, su interés por el circo y el cabaret, su mentalidad eminentemente visual, su obsesión por dotar a las vanguardias de una significación liberadora, se entiende mejor la obra de Carles Santos: juego, iconografía, diversión, agitación. La trascendencia del arte hay que aligerarla con una expresividad liviana y refrescante. El arte carece de pudor, sus reglas sólo tienen un límite: lo aleatorio existe con base en el conocimiento; una dialéctica salvaje se manifiesta en las más depuradas improvisaciones. El juego es juego en apariencia. Bajo su transparente superficie hay, por lo menos, un irrevocable sentido: expresión de un tiempo histórico. Si de la poesía escénica de Brossa, misterioso territorio apenas explorado, aprende Carles Santos la implacable tiranización del hecho creador; de John Cage y de otros vanguardistas aprende por ejemplo que el arte no puede ser una reserva cultural, sino tierra de tránsito y de invasión; cuanto más, mejor. Cuando la gente apenas tiene tiempo de consumir noticias breves y deshuesadas, mensajes planos y sin elementos de reflexión, el arte no puede ser una realidad compleja.

Esto podría ser discutible y lo es; pero es así. Esta sumisión a los ecos que emite la realidad social, tenía en Brossa -es inevitable hablar de Brossa al hablar de Santos- una virtud: la transgresión. Transgresión de unos códigos estéticos que conlleva la negación de la conciencia histórica en que esos códigos se apoyan. La poética de Brossa, sus acciones-espectáculos, define el significado del happening, por ejemplo.

Es cierto que hoy la calle, la vida cotidiana suplantan la especificidad autónoma del arte. Los papeles se han cambiado y la política o cualquier otra manifestación del ser humano ha usurpado lenguajes y espacios escénicos. Pero llevar esto al absoluto y a la identidad de claves expresivas, sería sobredimensionar la realidad; y algo peor: aceptar la sumisión del arte a los poderes establecidos. Frente a esto, quedan algunas soluciones. Por ejemplo, devolver al espectáculo lo que el poder ambiental le quita; liberar de inconscientes, perfectamente cultivados, a una sociedad degradada. O sea, el espectáculo como agitación y contrapoder. Todo es efímero; mas, si algo ha de ser el arte en estos tiempos, ese algo es, ante todo, memoria del olvido.

Con Brossa, John Cage es otra de las referencias que marca la vida de Carles Santos. De él aprendió, en un viaje iniciático a EEUU , la idea de creatividad como un acto de liberación personal y la integración consciente e intencionada de los distintos lenguajes: música, cine, pintura, palabra, silencios... Hasta tal extremo se imbuyó de esta manipulación estética y la convirtió en desafío, que en 1970, tras hora y media de dar la tabarra en un concierto con la repetición de seis notas musicales, Carles Santos fue violentamente expulsado de la sala. El minimal lo había captado intensamente y nada más minimal que una obra de seis notas abierta al infinito de la especulación. Aquel concierto llevaba, implícito y explícito, un antihomenaje: una protesta contra Luis de Pablo que había participado en el concierto de los XXV años de paz franquista.

Carles Santos es uno de los pocos que han sobrevivido, y en candelero, a los desastres y cremaciones de la cultura de estos años; un superviviente, con mucha salud, de la modernidad y la posmodernidad, de la cultura emergente y resistente, del desencanto de las vanguardias estéticas y políticas, de la transición y de la estabilidad democrática. Sigue evolucionando, cambiando. Veremos donde desemboca después del paso por Edimburgo de Ricardo i Elena.

Citas para no perderse

El New York City Ballet estará en The Edimburgh Playhouse desde el 28 de agosto hasta el 1 de septiembre con varios espectáculos. Si el Festival del año pasado mostró la herencia histórica de la compañía, este año se representará su futuro. La compañía llevará a escena el mayor número de montajes que ha representado hasta ahora en conjunto, bajo el título de Diamond Project y acompañados por la Royal Scottish National Orchestra.

El cineasta François Girard, conocido por las premiadas El violín rojo o Thirty Two short Films about Glenn, dirige la obra escrita por Alessandro Baricco, Novecento, la historia del gran pianista de jazz Danny Broodmann. El Royal Lyceum Theatre acogerá desde el día 13 de agosto este montaje, coproducido por el festival.

Office es el último trabajo de la Soho Theatre Company. Escrito por Shan Khan y dirigido por Abigail Morris, este montaje, que estará en el festival desde el próximo día 13, muestra una historia actual, donde el mundo laboral se antepone muchas veces a la propia vida. El joven autor escocés obtuvo el premio Verity Bargate por esta, su primera obra teatral.

Dos montajes de la aclamada Agata Kristof, The Notebook y The Proof, podrán verse en el Royal Lyceum Theatre a partir de los días 20 y 21 de agosto, respectivamente. La compañía De Onderneming, Antwerp, será la encargada de llevar a las tablas estas dos piezas de la trilogía que Kristof escribió como alegoría de la realidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial.

Entre los días 13 y 18 de agosto llega al King’s Theatre, la obra Too Late for Logic, de Tom Murphy, interpretada por la compañía Royal Lyceum. Dirigida por Patrick Maso es una mágica indagación sobre las relaciones humanas.

Bernhard y Chekhov serán los encargados de poner el punto y final al Festival. La compañía The Vienna Burgtheater estrena los días 27 y 29 de agosto Alte Meister de Thomas Bernhard y The Seagull de Chekhov, en el Royal Lyceum y el King’s Theatre respectivamente.