Image: El asesino de los sueños

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Teatro

El asesino de los sueños

por Javier Villán

26 septiembre, 2002 02:00

La obra recorre los ambientes bohemios que frecuentaron Picasso y Maar

Tan contundente como sus pinturas fue la personalidad de Picasso. Así nos lo muestra Picasso adora la Maar, el último montaje de la compañía aragonesa Teatro del Temple, escrita por Alfonso Plou, y que abre la temporada de La Abadía de Madrid. El crítico Javier Villán analiza esta obra sobre el genio del arte.

Como un estruendo de vida, de mar y tempestad pudiera decirse, define Dora Maar la relación con Pablo Ruiz Picasso: la suya y la de cualquiera. Un volcán, una fuerza incontrolada de la naturaleza que llevaba a su vida la pasión de su pintura; o a la inversa, nutría ésta del fuego de su existencia. Picasso, el gran depredador del siglo XX: su paso por la vida de quienes lo amaron fue devastador. Daba la vida a la vez que la quitaba. Su camino está lleno de cadáveres y resulta paradógico, o consecuencia fatal de la divinidad caníbal de su genio, que el mayor creador del siglo XX sea, a la vez, el mayor asesino de sueños.

Sueños y pesadillas de Dora Maar, la que osó resistir al genio con su fuerte personalidad de fotógrafa y de pintora; la que compartió su lecho, su vorágine y su implacable inmisericordia amatoria durante nueve años. Sueño vano de una heroína excepcional ante el dios omnipotente. A la postre, la locura, la desesperación y el vacío; imposible sobrevivir a una relación acabada con Picasso. Picasso adora la Maar es la crónica de una destrucción que parecía recíproca y que, al final, se concreta en una destrucción única: Dora Maar, vencida. Y enamorada hasta los límites de la demencia y la psiquiatría. Exaltada, adorada y vaciada de sí hasta la aniquilación; amor maldito, la destrucción o el amor, que diría Vicente Aleixandre.

Mas, como viene siendo habitual en los textos del Teatro del Temple, Picasso adora la Maar es algo más que una pasión deicida. Cuando se vuelve la mirada sobre el teatro de Plou, lejano Premio Marqués de Bradomín en 1987, se ve, por ejemplo, que Goya, con ser mucho, es más que Goya. Y que con ser demasiado, Buñuel, Lorca y Dalí no se agotan en sí mismos y que son los cauces subterráneos por los que transcurre la historia. Habitualmente los personajes de Plou y Martín son no sólo la fuerza creadora de intensas patologías sino el reflejo de una época: muerte, libertad, transgresión.

Picasso adora la Maar aborda una parte crucial de la historia atroz de un siglo literalmente. El surrealismo visto a la luz de sus fuentes, el ser humano en sus límites y en los abismos de sus enfermedades incurables del alma; la guerra de España y el relincho patético del caballo del Guernica; ensayo general para la muerte y crisis de la humanidad, apocalipsis colérico de la Segunda Guerra Mundial. Un siglo terrible habitado por ideas terribles y por creadores también terri-
bles. Dora Maar en el epicentro del deseo de Pablo Ruiz Picasso. Pintura y sexo, sexo y libertad, un tiempo de titanes; y Dora Maar, en medio.

Y en el entorno de Dora Maar, también Fraçoise Gillot, Geneviève Laporte y otras infinitas amantes. Max Jacob y su idea de culpa a causa de su homosexualidad y su amor por Picasso. Y André Breton, Paul Eluard, y Nusch. Algunos, grandes transgresores, refugiándose precisamente en las emponzoñadas cavernas umbrías que dieron origen a su delirio de libertad y a sus delirios de culpa: la religión. El opio de la gente, el veneno convertido en medicina. Cosas de transgresores que pertenecen a la raza de los perseguidos; cosas de los genios. Cuestiones del ser humano en definitiva.