Image: Autopsia y entierro de Don Juan

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Teatro

Autopsia y entierro de Don Juan

por Jaime Siles

31 octubre, 2002 01:00

Luis Merlo y Barbara Lluch, en la obra de Scaparro. Foto: Ros Ribas

Son días de "tenorios": en el Teatro Español se representa la versión dirigida por Gustavo Pérez Puig, mientras Maurizio Scaparro estrena mañana en el Juan Bravo de Segovia su adaptación para la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El crítico y poeta Jaime Siles analiza este drama popular.

El Don Juan Tenorio de Zorrilla es un drama de corte bizantino, lance de amor y tono teológico, en el que el personaje es, sobre todo, un arquetipo que condensa los rasgos del aventurero y del libertino, del cínico y del seductor. Un arquetipo acuñado en la italianizada Sevilla del siglo XVII que, como casi todo el imaginario de su época, se mueve entre el pecado de la carne y Dios. Don Juan es un hombre joven a punto ya de ser maduro, pero que no lo quiere o no lo puede ser: necesita más tiempo. Y ése es su tema: el orden de la vida salvado y dirigido por la experiencia metafísica -y también religiosa- del amor, del verdadero amor, que es el que Don Juan ni conoce ni sabe. Ese verdadero amor -y no Don Juan- es su verdadero personaje. Y ese amor no sólo es Doña Inés, aunque de Doña Inés se sirve y se vale. Don Juan -como Jasón y como Eneas- es un peregrino a punto de arribar al puerto en que termina definitivamente su viaje. Conserva, pues, mucho del rito iniciático que acompaña la experiencia del joven y que conforma, por ello, su carácter. Don Juan es un mutante en el sentido en que Roger Garaudy aplicaba esta calificación al héroe épico: alguien que aún está en camino, que todavía no acaba de llegar y que se enfrenta a un porvenir que ignora porque se le presenta aún indistinto y dudoso. Don Juan es, pues, y por un lado, el joven al que se le ríe y se le permite todo, y, por otro, el hombre maduro que busca un orden en su vida, aunque no sabe aún cuál será -si es que la hay- su ley. Zorrilla lo hace pasar por un proceso en el que está también su purificación: lo lleva de la situación admirable y extraña de lo épico a la situación de conflicto de lo trágico. Y allí -y sólo allí- es donde lo deja en libertad de ser. Hasta ese momento Don Juan ha transcurrido como un muñeco mecánico accionado; a partir de ese instante, Don Juan deja de ser lo que los otros dicen para empezar a ser lo que, inevitablemente, es. Este encuentro del yo con el sí mismo no es posible sin un acto -previo- de voluntad. Y ese acto -previo- de voluntad Zorrilla lo articula en la casi simultaneidad de dos pasos que son correlativos entre sí: el del encuentro con el amor humano, y el del acceso, por mediación de éste, hacia el amor divino, que constituye el culmen de la obra y que concluye con su apoteósico final. La vieja batalla medieval entre el alma y el cuerpo se resuelve aquí en absoluta paz: no es ni una ni otro quien triunfa sino la realidad de la persona, que es lo que descubre y reivindica la mentalidad barroca en que su autor se inspira. Esa unidad de la persona, a la que se llega sólo después de recorrer sus diferentes fases, es lo que el retablo del tiempo representa aquí: ese continuo viaje de la vida que discurre entre sus estaciones y que configura ese íntimo drama que cada uno -lo que quiera o no lo quiera- siempre es.

El Don Juan de Tirso era "un hombre sin nombre": una especie de Ulises de la España de los Austrias, un nadie interior, que, al engañar a las mujeres, no hace sino engañarse a sí mismo y que, al engañarse a sí mismo no hace sino engañar a Dios. El Don Juan de Molière, bastante inferior al de su modelo, sigue siendo un transgresor moral, pero no sacro, polarizado hacia un solo punto: la crueldad mental, lo que le convierte en esa degradación del arquetipo que es el personaje reducido a una sola parte de su esquema. Lo mismo le sucede al Don Juan de Antonio de Mendoza: que exagera un aspecto solo del personaje y desatiende todos los demás. El de Goldoni queda reducido a un perfume que tal vez se huele pero que ni se siente ni se ve. El de Mozart, sobre el libreto de Lonrezo da Ponte, es otra cosa, aunque no deja de depender del de Molière. Más moderno y mucho más interesante es el de Byron, que pierde el placer de la transgresión y que, en su pasividad, resulta casi víctima. De su Felix de Montemar hará Espronceda un "segundo don Juan Tenorio,/ alma fiera e insolente,/ irreligioso y valiente, /altivo y provocador". Este nuevo Don Juan de Espronceda atenta contra más cosas que ninguno y desafía tanto al Demonio como a Dios. Este Don Juan -mezclado con el de Merimée y el de Dumas- es del que Zorrilla partirá para la elaboración del suyo, que es tan diferente de los otros que se ha convertido en casi nuestro único Don Juan. Y no porque no haya otros, que los hay, sino porque, por su clave romántica tardía y casi cinematográfica, ha pasado a ser también el más popular: el que los une y los resume a todos.