Image: ¿Cómo de largas tienen que ser las piernas de un hombre?, por Antonio Álamo

Image: ¿Cómo de largas tienen que ser las piernas de un hombre?, por Antonio Álamo

Teatro

¿Cómo de largas tienen que ser las piernas de un hombre?, por Antonio Álamo

23 octubre, 2003 02:00

Woody Allen. Foto: Alberto Cuéllar

Sueños de un seductor, obra de teatro de Woody Allen que luego fue llevada al cine protagonizada por él mismo, se estrena el 23 de octubre en Madrid, en el teatro Arlequín. La producción está capitaneada por el joven equipo de Yllana con David Ottone como director y Fele Martínez como protagonista.

Si Alan Stewart Konisberg, conocido como Woody Allen, no hubiera rodado película ni escrito pieza de teatro algunas, el mundo sería un lugar mucho más pobre y tenebroso. Y esto, creo, es lo mejor que se puede decir de cualquier artista. Pese a que también es capaz de brillar en sus piezas narrativas, publicadas casi todas en The New Yorker, su talento es eminentemente de índole dramático. Una diáfana y bienintencionada escritura que ha servido para vertebrar una asombrosa colección de películas y piezas de teatro que llevan el sello de la genialidad. Sí, afortunadamente hasta los más catastrofistas de nosotros podemos contar con una buena noticia al año: un estreno de Woody Allen.

Sé que va a sonar exagerado y que él mismo se reiría del tal afirmación, pero, en ciertos aspectos, a mí me recuerda a Shakespeare. Al menos el drama isabelino tiene esa misma y gozosa libertad de textura en la que se mueve Allen, fusionando elementos populares y cultos en una misma ficción. También resulta equiparable por su inagotable capacidad de reescritura, por su diversidad estilística (que se apreciaría aún más si él no repitiera como actor), por su independencia creativa y por su manera de quebrar esquemas formales sin que jamás nos parezca artificioso. Asimismo, en no pocas ocasiones, como en el drama shakesperiano, el personaje entra en relación directa y casi íntima con el espectador. Los personajes de Allen lidian con una naturalidad pasmosa con los grandes temas -el amor, la muerte y hasta la posición del individuo en el universo- y siempre nos parece que están separados de la felicidad por un delgado tabique cuyo nombre es "quizás". Cuando el mensajero de los dioses entra en escena descubrimos el contenido del telegrama cósmico: "Dios ha muerto. Stop. Sois libres de hacer lo que os venga en gana. Stop. Firma: la compañía de bolas de billar Moskowitz".Allen, como Shakespeare, se mueve en un universo que es atrozmente indiferente al destino humano y, sin embargo, su mirada resulta más vital que pesimista. Sea o no exagerada la comparación, su talento, insisto, es sobre todo dramático. Antes de que vinieran los del Dogma, Woody Allen ya se las había ingeniado para rodar las escenas de la forma más natural posible: cámara en mano, llegando al extremo de permitir a sus actores moverse libremente, o bien diseñando milimétricamente con su director de fotografía el movimiento de la cámara para rodar sin apenas cortes. Con un instinto infalible, hace descansar el ritmo de las secuencias en las palabras y la interpretación.

Me parece tan natural como envidiable que su escritura dramática haya buscado el amparo del medio cinematográfico, pero en media docena de ocasiones Woody Allen ha pensado sus palabras directamente para el escenario. La primera obra No te bebas el agua (1966) es una inteligentísima comedia de soterrada sátira política, que en su locura y confusión recuerda al mejor Billy Wilder.

En su libro misceláneo Sin plumas se recogen dos piezas dramáticas de un solo acto: Dios, comedia que, con premeditación y alevosía, se desbarranca en el despropósito (buenos y no tan buenos chistes sobre una estructura algo amorfa), y Muerte, donde Allen reescribe sin complejos y tal vez de un modo inconsciente el inicio de El proceso de Kafka, otro de los grandes escritores al que ha recurrido. Y en el tercero de sus libros, Perfiles, encontramos varias piezas breves en las que se dedica a rescribir los diálogos de Platón (Mi apología), de su admirado Bergman (El séptimo sello) o a esbozar una especie de fábula freudiana, absolutamente hilarante, con el presidente Lincoln de protagonista resolviendo una adivinanza del inconsciente: ¿cómo de largas han de ser las piernas de un hombre?. Pese a todo, Sueños de un seductor, que ahora protagoniza Fele Martínez, actor dotado de una exquisita sensibilidad, viene considerándose la segunda pieza teatral de Allen. En ella vuelve a centrarse en un personaje que, insatisfecho por la siempre frustrante realidad, intenta que las situaciones de las películas formen parte de su vida. La tercera y última de las obras escritas para el teatro, La bombilla que flota (1981), comienza con una bombilla que flota misteriosamente en el aire y, a partir de esa lograda imagen, se adentra en un registro más poético y amplio que en las dos anteriores.