Image: Fedra, el desgarrado precio del silencio

Image: Fedra, el desgarrado precio del silencio

Teatro

Fedra, el desgarrado precio del silencio

Dirigida por Joan Ollé y protagonizada por Rosa Novell

13 mayo, 2004 02:00

Rosa Novell interpreta a Fedra

Si eres hija del Minotauro y de Parsifae (la hermana de aquella Ariadna que guió a Teseo por el laberinto) puedes contar con que tu vida no será fácil. Fedra se enamoró de Hipólito, su hijastro, en ausencia de su esposo, Teseo. Así nos lo contaron Eurípides, Séneca, D’Annunzio, Unamuno y Racine, cuya Fedra, dirigida por Joan Ollé y protagonizada por Rosa Novell se estrena el día 19 en el Teatro Pavón de Madrid. Una obra sobre el precio de lo que se dice y, sobre todo, de lo que se calla.

Ausente Teseo, Fedra se enamora de Hipólito, su hijastro. Pero en realidad lo hace de esa imagen de Teseo joven que Hipólito es. Fedra lucha contra esa pasión que sufre como algo ajeno a sí misma, muñeca en las irresponsables manos de los dioses... La historia la llevaron a la escena Eurípides (aunque Fedra era una secundaria en su Hipólito); Séneca, quien la convirtió en una mujer libre y responsable; Racine, que añadió a Séneca profundidad y un tema, los celos; Swinburne le dedicó un poema en el que afirmaba: "No merezco vivir"; D’Annunzio hizo de ella otro de sus decadentes personajes; y, entre nosotros, Unamuno la hizo más humana y sufriente aún y Salvador Espriu pidió Una altra Fedra si us plau... ¿Qué tiene la Fedra de Racine que no tenga otra? En palabras de la protagonista, Rosa Novell, "Racine salva a Fedra. Eurípides la condenaba. Racine le otorga dignidad, le da la oportunidad de luchar contra su destino".

Contención es la palabra que define a esta Fedra que para Novell es "un thriller perfecto". Steiner ha escrito, a propósito de esta obra, que "el eco nos sugiere la inmensidad del clamor distante", porque aunque el final de Fedra "es de una violencia igual a la de la batalla de Macbeth o de la matanza de Hamlet", "la gran explosión tiene lugar fuera de la escena". Para Barthes es mucho menos importante la pasión de Fedra que el consentimiento: decir o no decir. La tragedia está determinada por los secretos y los consentimientos. Joan Ollé, director de esta Fedra, está de acuerdo. "En Fedra se da una autoexigencia moral al límite". Llegado el momento de confesar su pasión, Fedra no revela el nombre de su amado. Es Enona quien lo dice. Fedra responde: "Desdichada, ¿qué nombre se escapó de tu boca?".

Virtud al límite
Joan Ollé ya había dirigido una Fedra en catalán, una versión en versos alejandrinos de Modest Prats para la que contó prácticamente con el mismo reparto (Rosa Novell, Lluís Homar, Joaquín Hinojosa y Angels Poch, entre otros) y el mismo equipo. Rosa Novell es Fedra por segunda vez, ahora en castellano. Un clásico que representaron actrices como Sarah Bernhardt o Melina Mercuri (ésta en el cine, en la versión que dirigió Jules Dassin en 1961) y que, en palabras de Novell, "nunca se agota. Al cambiar de idioma he tenido que estudiar otra vez el texto, y han aparecido cosas que no había visto antes. Es un personaje distinto".

Un personaje complejo a caballo entre la contención y la represión de sus sentimientos. Fedra, en palabras de Ollé, "lleva la virtud al límite, la convierte en vicio. Hay una continua autodiagnosis, un psicoanálisis avant la lettre". Cada personaje "tiene su psicoanalista incorporado, quieren callar pero necesitan hablar". De hecho, "a Racine le importan muy poco los dioses, los trata como hombres porque lo que le interesa es la tragedia humana". Fedra busca el camino de la luz. "La obra acaba con la palabra ‘pureza’: Fedra atribuye sus males a los dioses. Es una enferma de amor, como pudo serlo Cavafis, como puede serlo cualquiera de nosotros". Para Novell, "Fedra reúne todas las cualidades de la tragedia aristotélica", dirigidas a suscitar la compasión y el horror: "no es culpable ni inocente", dice, recordando las reflexiones del propio Racine acerca del personaje, "son los dioses los que dirigen sus actos, y ella está horrorizada por ello".

A la contención de Fedra se ha respondido con una puesta en escena esencial. Según Ollé, "si la escritura es esencial, la puesta en escena debe serlo; si los personajes hablan distinto a como lo hacemos nosotros, en verso, no tendría sentido que se moviesen y se mirasen como nosotros; se da una necesaria distorsión de la naturalidad". "Somos como estatuas que hablasen", afirma Novell. "Es el texto el que se mueve. En la frialdad de la contención se produce el chispazo de la emoción". Los actores han contado con un asesor corporal, el bailarín Andrés Corchero, que ha conseguido, según Novell, "unir dos lenguajes opuestos. Es dificilísimo extender un brazo de forma contenida a la vez que dices tres páginas de monólogo... Es necesario un control absoluto del movimiento, que al principio parece algo mecánico, pero que finalmente conduce a un estado de ánimo. La obra tenga un cierto efecto hipnótico".

La academia y la escena
La versión en castellano del texto, en alejandrinos pareados, es obra de Rosa Chacel. Eduardo Mendoza y Pere Gimferrer han trabajado el texto de Chacel, "más pensado para la academia que para la escena", en palabras de Ollé, "para adaptar pequeñas cosas a la dicción escénica", explica Gimferrer. "Eduardo y yo somos grandes amigos, pero nunca habíamos trabajado juntos. En un 90% el texto es el de Rosa Chacel, apenas hemos hecho pequeños ajustes", asegura.

Una partida de ajedrez
¿Cuál es la actualidad de Fedra? Para Joan Ollé, "el constante debate entre deseo y deber". Ollé encuentra incluso un referente contemporáneo que bebe en el mito de Fedra: los ángeles de El cielo sobre Berlín, la película de Wim Wenders, sienten la misma atracción por el mundo de los mortales que sentían los dioses griegos. Y afirma que Fedra es "de una modernidad estrepitosa": "es como una partida de ajedrez entre dos grandes maestros, en la que cada pieza amenaza y está amenazada. Hay esa misma tensión, esa misma perfección en cómo se establecen las relaciones entre los personajes de la obra". Harold Bloom le echa en cara a Racine que sus personajes son demasiado abstractos. Para Ollé, "son lo suficientemente abstractos como para que todos quepamos dentro de ellos. El actor es una silueta vacía en la que debe encajar el espectador".

Fedra es, en definitiva, una mujer que lucha contra sí misma y sus propios dilemas morales. Una pelea de la que sólo en la versión de D’Annunzio sale triunfante. Iluminada por los focos, exclama: "Os sonríe, oh estrellas, a las puertas de la noche, Fedra inolvidable".

Vidas paralelas, por Fernando Domenech
Ahora que los franceses han descubierto a Calderón los españoles tenemos la oportunidad de descubrir a Racine. A pesar de lo que les diferencia, ambos representan mejor que ningún otro contemporáneo el fulgor y las contradicciones del Barroco. Racine nació en 1639, cuando Calderón era ya un hombre maduro. Pero el madrileño fue longevo, y durante casi 20 años coincidieron sus creaciones en los escenarios franceses y españoles. Racine era un joven de vida airada, "pícaro, traidor, ambicioso, envidioso, malvado", como lo definió Diderot. Fue acusado de envenenar a su amante y se salvó por intervención de sus poderosos protectores. Fue autor de poca obra (a diferencia del prolífico Calderón): con nueve tragedias de 1664 a 1677 se convirtió ya en vida en el clásico por excelencia del teatro francés. Su mundo dramático es de una perfección difícilmente superable. Un lenguaje preciso y de gran empaque transmite al público unas historias contadas con un ajuste perfecto a las leyes de las tres unidades. Es una construcción metódica y de una inalcanzable serenidad, como las estructuras geométricas de Calderón. Y sin embargo, en ambos late por debajo de esa superficie pulidísima un volcán de pasiones desatadas, un Etna de furiosa vehemencia.

Fedra fue la última de las grandes tragedias de Racine: después renegó del teatro, aceptó el cargo de historiador real, se casó y se reconcilió con los rigurosos jansenistas que lo había educado. Como Calderón, dedicado a sus obligaciones religiosas, pasó sus últimos años olvidado del ruido de la escena. No ha sido Racine un autor muy representado en España. Durante el XVIII los ilustrados españoles trataron de aclimatar su teatro a la escena española con poco éxito. Después, quizás sólo Unamuno lo ha leído con detenimiento. Pero nunca es tarde. Quizás ha llegado el momento de que los tersos alejandrinos de Racine suenen en la tierra de Calderón para contar esa historia del desgarro de una mujer enamorada en un mundo de insensatos guerreros.