Image: El Brujo reestrena sus obras más famosas en Madrid

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Teatro

El Brujo reestrena sus obras más famosas en Madrid

Teoría del histrión

2 septiembre, 2004 02:00

El Brujo en San Francisco, Juglar de Dios

Tiene la fama El Brujo de ser nuestro gran histrión, estirpe de actores raros de ver por nuestra escena (Dario Fo, Ramón Fontserè, Fernán Gómez...). El 8 de septiembre reestrena tres de sus últimas obras (San Franciso, El contrabajo y El Lazarillo de Tormes), en el Infanta Isabel de Madrid.

Llega El Brujo al paisaje teatral madrileño con una trilogía que le ha dado justa popularidad de actor y fama no menos justa de histrión. Rafael álvarez es una singularidad extremadamente específica dentro del teatro español. Esto no es tanto un juicio de valor, cuanto la fijación de los límites precisos del territorio de su arte interpretativo; salvo gloriosas excepciones, en España esos límites oscilan entre un naturalismo mostrenco, una teatralidad falsa y una estilización amanerada y cursi: el llamado Sistema de Stanisvlavski, vía Método de Strindberg, y La Paradoja del comediante, mal asimilados. Muchos actores han naufragado entre la visceralidad naturalista y la racionalidad de Diderot.

De esta trilogía con que viene El Brujo al Infanta Isabel, la relativa novedad, al menos para mi, es, El contrabajo de Patrick Söskind, una inquitante simbiosis de ser humano e instrumento musical. El Lazarillo de Tormes, de Fernando Fernán Gómez, de escuela también histriónica, mete a El Brujo en el complejo y españolísimo mundo de la picaresca; y San Francisco, juglar de Dios lo hermana con Dario Fo; es decir, con los bufones, la juglaría y las venas nutricias de la comedia del arte que vienen a ser las fuentes genuinas del histrión: el actor por antonomasia. Más modernamente se identifica al bufón con el exceso y lo banal, con lo grotesco y superfluo; un contorsionista del gesto que fuerza la expresividad hasta límites insoportables. Hay, pues, en el histrión un legitimismo de origen, pervertido con frecuencia por una artificiosidad degenerativa. Aplicada al lenguaje coloquial, la idea de histrionismo designa la falsedad y el engaño: un político falsario, un torero bufo, un ciudadano estrafalario.

Las fronteras entre ese actor genuino y su caricatura son difíciles de determinar, sobre todo si se miden por su eficacia cómica y por su capacidad de comunión con el público. Quizá Dario Fo, el autor de San Francisco..., espejo confeso de Rafael álvarez, sea el ejemplo perdurable de esa naturaleza cambiante y proteica del histrión. En España Ramón Fontserè, sobre todo en Daaalí, encarna esa idea germinal del histrión sin discusiones; y no sólo por sus capacidades de actor, sino porque, al encarnar al genio del Ampurdán, estaba dando vida a uno de los maestros del histrionismo del siglo XX. Todo histrión tiene mucho de bufón y, como Gran Bufón, se ha definido a sí mismo Albert Boadella. El bufón tiene también bastante de acróbata y volatinero que hace de su cuerpo un manantial de insuperable expresividad. Un histrión es un comediante purísimo, un arlequín, un juglar...El propio Dario Fo, seguidor contumaz de una línea bastante extendida de pensamiento, propone llamar a la comedia del arte Comedia de los Actores o Comedia de los Histriones.

Histrionismo y realismo marginal
Uno de los mejores papeles que se le recuerdan a El Brujo es en La Taberna Fantástica, título en nada comparable a Los hombres y sus sombras, y a algunas decenas más de la obra sastriana. Por esta difusión del más olvidado y más esencial autor español del último medio siglo El Brujo merece reconocimiento; aquí se trata de cómo ese fondo histriónico, inteligentemente aplicado al realismo marginal de un borracho de suburbio, debiera marcar la desmesurada naturaleza de El Brujo.

En suma, el histrión es un narrador fabuloso, un reelaborador de textos, un ser capaz de pasar de protagonista a comparsa, de partaquino a gran divo; y un actor que sorprende al público, a sí mismo y a los compañeros de escena con juegos y "zancadillas", en expresión del propio Fo. En escena, y más tratándose de un contrabajo kafkiano, sombrío y humanísimo, de un santo como Francisco de Asís y de un pícaro como Lázaro de Tormes, valen los juegos. Y vale la improvisación, la sorpresa y la espontaneidad, por más que en teatro nada, o casi nada, puede quedar al albur. El peligro está en las "zancadillas", pues lo que debiera ser juego legítimo puede desembocar en artificio dudoso.