Teatro

Los imitadores de Calderón

por Jaime Siles

16 diciembre, 2004 01:00

El 27 buscó en Calderón aquello que Góngora no podía darle: Dámaso Alonso vio en él una manera de "peinar la maraña del mundo y la niebla del pensamiento"; Eugenio Frutos analizó la filosofía a ello subyacente; Alberti investigó, en El hombre deshabitado las posibilidades lírico-teatrales del auto sacramental, con las que ya había experimentado en Sobre los ángeles; Lorca se inspiró en El mágico prodigioso para acuñar el título de La zapatera prodigiosa, como Miguel Hernández -que se basará en Calderón para El torero más valiente- titulará el mejor de sus dramas Los hijos de la piedra, a imagen y semejanza de La hija del aire calderoniana, de cuyo primer acto tomó Alberti el título de uno de sus libros poéticos más interesantes: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Calderón no ha dejado de ser actual nunca: muy pronto lo imitaron Corneille, Boisrobert, Boursault y Scarron en Francia; Digby, Lower y Dryden en Inglaterra, y, más tarde, un larguísimo etcétera que incluye a Marivaux y a Shelley, a Hoffmann y a Hoffmansthal, a Camus y a Grotowski. El romanticismo alemán -sobre todo, Schlegel y Schelling- fue particularmente generoso con Calderón, en el que supo reconocer la singularidad de su concepto de tragedia y su sentido de la obra como arte total, que tanto impresionó después a Wagner.

Hay, pues, en Calderón muchas de las primeras máscaras del complejo perfil de lo moderno. La autorreferencialidad es una de ellas: Calderón se autoplagia tanto como se autocita, dando muestras de una muy consciente intratextualidad, asumida como juguete cómico y como guiño cómplice a la vez. La hija del aire lleva esto hasta sus últimas consecuencias: no sólo porque comparte versos y situaciones que encontramos también en El José de las mujeres y en No hay burlas con el amor y, más tarde, en Amado y aborrecido, sino porque -como ha explicado muy bien Javier Aparicio- utiliza la figura del gracioso para integrar el espacio dramático dentro del escénico. La hija del aire -cuyas fuentes clásicas son la Biblioteca Histórica de Diodoro Sículo y los Facta et dicta memorabilia de Valerio Máximo- es un drama filosófico sobre el destino y el poder, dos de los grandes temas del Barroco, por los que ya había transitado el teatro isabelino y al que, en la estela de Séneca, había añadido su grano de arena en 1579, con La gran Semíramis, Cristóbal de Virués. Calderón le da un tratamiento que aproxima su obra a la tragedia griega clásica en la medida en que describe la prisión ontológica de la protagonista, que no sabe si su albedrío es libre o esclavo y que prefiere ser víctima de la verdad a serlo de la imaginación. Calderón redefine y amplía el concepto de mímesis y lo reconduce por un ámbito en cuyo fondo late otra de las obsesiones de la época: la razón de estado y todo el pensamiento político del Leviatán de Hobbes.

Tragedia eminentemente política, La hija del aire lo es de un modo doble: por un lado, tematiza el deseo de la protagonista, por entero entregada a su desmedida ambición de poder; y, por otro, el de la libertad del individuo, que sufre la violencia de un destino y de un carácter a los que no se quiere ni se puede oponer. La figura de Semíramis no es ni griega ni cristiana: pertenece a un limbo, entonces aún no historizado, el de la leyenda asiria, que permite a Calderón seguir la evolución fatal y psicológica del yo femenino que la encarna. Su relación con el Macbeth de Shakespare -vista por Angel Valbuena- es, pues, bastante exacta : ambos son emblema de un tiempo turbio e hipersubjetivo, como el nuestro. Atrae en ella la catarsis, derivada de la identificación admirativa que en nosotros produce la heroica asunción de su destino que hacen los personajes y en el que no hay desarrollo de la acción que no sea -como en el Ayax de Sófocles- el de su propio carácter. La actualidad de la obra -y más en esta coyuntura política- no reside, o no reside sólo, en la meditación sobre el poder que implica, sino más bien en la condición imaginaria y fantasmal del mismo. Semíramis -como nosotros- es más víctima de sus sueños que de su realidad. Tiresias intenta en vano protegerla de sí misma y se equivoca -como nos solemos equivocar los hombres- en la solución.