Teatro

Claudel

Portulanos

5 enero, 2006 01:00

Durante la Misa del Gallo de 1886, y mientras un coro de niños entonaba el Magnificat, Paul Claudel, ateo feroz desde la infancia, que había entrado en la iglesia para refugiarse del frío, se vio fulminado por el relámpago de la Iluminación. Este episodio marcó para siempre la percepción que tanto la izquierda como la derecha han tenido del autor. Para los primeros la conversión bastó como excusa para su descalificación como referente serio; cierto es que Pascal ("Un tal Pascal", como escribe Prevert) había pasado por un episodio similar, pero lo que parecía admisible y hasta arquetípico en el siglo XVII no lo era ya en la edad del marxismo, del naturalismo, del cientifismo. Para la derecha, aquel 25 de diciembre certificaba a Claudel como "uno de los suyos": en 1965, Fraga promovió el montaje de El zapato de raso porque creyó que así se apuntaba un tanto frente a la Curia. Ni unos ni otros entendieron que el misticismo del poeta era tan febril, tan encendido, que superaba el convencionalismo religioso para inscribirse en la tradición de San Juan de la Cruz o de Santa Teresa, o, mejor aún, de la mejor poesía sufí. Y, sobre todo, que Paul Claudel es un escritor grandioso.

Hoy, en Francia, Claudel es uno de los nombres de le grand repertoire, capaz de fascinar a los directores jóvenes y a los nuevos públicos, pese a que los vándalos del sesentayochismo escribieron su nombre en las paredes como malvado autor burgués a condenar. ¡Que dios les conserve la vista! En España no se hace jamás: entre otras cosas porque no hay una sola edición de sus obras en circulación, mientras las librerías se abarrotan de patochadas que estarían mejor alimentando cualquier caldera. Porque no todos los libros merecen respeto, digan lo que digan los cretinos de la Alta Cultura. Pero El zapato de raso es una de las diez obras teatrales más importantes del siglo XX, acaso demasiado ambiciosa para ser entendida por los discípulos de la dramaturgia de la sustracción. Partición de mediodía es tan delicada que parece tallada sobre cristal. Y la poesía de Cabeza de oro sólo es comparable a determinados fragmentos de la Biblia. Urge redescubrir a Claudel.