Teatro

Divinas palabras

Portulanos

2 febrero, 2006 01:00

¡Qué portentoso el final de Divinas palabras, esa obra maestra del Gallego Hiperbólico que el Centro Dramático Nacional anuncia dentro de su programación para gozo de los aficionados! El populacho ignorante y hostil, a punto de linchar a Mari-Gaila, se amansa ante el sacristán sólo porque éste les habla en latín... ¡y no entienden lo que dice! Valle-Inclán, poeta y gnóstico, frecuentador del Mago Rojo de Logrosán y de la biblioteca de Said Armesto, sabe del poder creador y destructor de las palabras. Con esta escena magnífica, el Gallego revela una fotografía exacta y feroz de nuestro tiempo, de todos los tiempos: el hombre oveja, agresivo frente a los débiles pero prisionero de su ignorancia, inclina el hocico ante la cascada de idiocias, de mentiras, de banalidades que le asaltan por doquier, aceptando, sin discutirla, una visión del mundo construida a base de baratillos lingöísticos, de necedades, en suma, de supercherías.

En la misma época en que Valle escribe Divinas palabras, René Guénon formula esta cuestión: Si el símbolo está más alejado del orden de lo sensible que aquello a lo que representa, ¿cómo podría cumplir la función a la que está destinado, que es la de hacer la verdad más accesible para el hombre? Las palabras son los símbolos con los que comprendemos la realidad. Entonces, ¿qué simulacro de vida nos espera si no somos capaces de utilizarlas correctamente? ¿Por qué y desde dónde se fomenta esta lengua desprovista de coherencia y de belleza en la que chapoteamos hoy? Nada de cuanto decimos se corresponde con las palabras que usamos: hablamos de política y es de dinero de lo que estamos hablando. Hablamos de educación y es sólo el amaestramiento animal lo que está en juego. Llamamos negociadores a los chantajistas, comprometidos a los farsantes, hermanos a los torturadores, acción preventiva a la guerra, talento a la idiocia, filántropos a los ladrones. Y lo hacemos sin pudor, sin disimulo. Vagamos por un laberinto de vocablos herrumbrados. Mientras tanto, el ciudadano, marrulleramente domesticado por la incapacidad verbal de los famosos televisivos, de los comunicadores serviles, de los políticos de todo a cien, asiente porque desconoce la palabra que nos defiende: ¡Basta!