Teatro

Déjenlos que se rían

100 años de Beckett

6 abril, 2006 02:00

Esperando a Godot, produccion del Lliure dirigida por Lluís Pasqual. Foto: Ros Ribas

E n el instituto me contaron a quién esperaban Vladimir y Estragón: no había duda, era a "ese" innombrable personaje de quien, por supuesto nadie puede reírse. Y no me reí, faltaría menos. Después, con los años, volví a leer Esperando a Godot y me sentí como el que va a ver una peli y ya le han contado quién es el asesino. Me sentí muy defraudada, porque habían reducido mi visión de la obra, porque me habían castrado irremediablemente, y patatín y patatán: todavía me lo tomaba en serio. Tal vez todavía me tomaba a mí misma muy en serio. Después, con los años, me di cuenta de que el bueno de Beckett mentaba a "ése" desde el mismísimo título. ¿Entonces? ¿Mi frustración, tan palpable, de dónde procedía? Pues de la gravedad, de la seriedad, del peso metafísico que mis bienintencionados profesores habían dejado caer sobre una obra muy divertida. Claro que "ése" está en el título; pero su nombre termina en "ot", como el de nuestro Quijot-e. Y eso debería, tal vez, hacernos sospechar. Afortunadamente, cuando mi padre me leía el Quijote siendo muy niña nunca se le ocurrió apostillar que se trataba de un texto trascendental. Simplemente nos reíamos juntos. Claro que nos encaminamos a la extinción, claro que no hay nada que hacer… pero mientras tanto, nos echamos unas risas. Claro que Beckett escribe lo que, probablemente, sea la única opción viable de tragedia contemporánea; pero nos la sirve con los ropajes de su, no tan antitética, amiga comedia. Comedia y tragedia se representan como las dos caras de la realidad, no como dos realidades independientes. Y para más inri - ya está otra vez "ése"- en arte el cómo es el qué: ¿Somos lo que vestimos? "El deleite", dice Freud en su estudio sobre los orígenes de la comicidad, "tiene sus raíces en el sentimiento de liberación que experimentamos cuando somos capaces de abandonar la camisa de fuerza de la lógica". Una catarsis en toda regla.

Después, con los años, y les juro que todavía me siento joven, me puse a trabajar sobre Final de partida para mi amigo -sí, somos amigos- Eduardo Vasco. En aquella ocasión mi consigna procedía del mismo texto: "No hay nada tan divertido como la desgracia" dice Nell, la madre metida en su cubo de basura. Y por supuesto del chiste del sastre, que cuenta Nagg, el padre metido en su cubo de basura: "Dios hizo el mundo en seis días (...) y usted no tiene narices para hacerme unos pantalones en tres meses." "Pero ¡señor! Mire (gesto despectivo, con asco) el mundo (pausa) y mire (gesto apasionado, con orgullo) ¡mis pantalones!" (Aprecien las acotaciones que coreografían los gestos medidos, como en todo gag). Sí, el mundo es una ruina y nosotros unos fatuos, que seguimos haciendo pantalones "bigger than life". Y sí, somos los pantalones que vestimos. Después me acerco a retirar la cáscara de plátano, pero déjenme que primero me ría; sobre todo cuando la que se ha dado el costalazo soy yo. Estoy hablando de la ficción, que yo, si me caigo, de primeras lloro como todo quisque; y luego con distancia me río... si puedo. Al final de aquel espectáculo de Vasco sentí que alguna gente se daba el costalazo y no podía reírse: eran mis profesores de instituto (¡Ojo!, metáfora), precisamente los que mejor conocían la obra. Bienintencionados ellos. El teatro no debería serlo.

La comedia suele ser una sátira de los defectos de un carácter, de un vicio, de un gremio: una cosa más bien sectorial. Lo intolerable de Beckett es que se burla de todo el género humano. Las diferencias entre Vladimir y Estragón, que las hay para que haya un conflicto local, que lo hay, radican en que uno prefiere las zanahorias cuando empieza a comérselas y el otro cuando está a punto de terminarlas. ¿No es gracioso? ¿No les suena?

Dicen los que saben que hay dos tipos de humor: el de los que se ríen de los demás y el de los que se ríen de ellos mismos. El primero es espontáneo; el segundo requiere un cierto aprendizaje (¡ojalá nos lo dieran en el instituto!). Y no hay duda, Beckett da un paso al frente: sus obras más divertidas son aquéllas en las que se ríe de sí mismo, no ya como humano, sino como creador, que viene a ser más importante: relean Astracanada radiofónica. Con Beckett la gente susceptible está plenamente justificada. Es imposible en las obras de Beckett sentir que se está refiriendo a otros, somos nosotros, y nos duele, porque si la comedia pide una modificación de conducta, cuidado, no se le puede pedir a un tullido que deje de serlo. Sólo una cosa más: protejamos a los niños de los que pretenden domesticar a Beckett haciéndolo serio. Déjenlos que se rían. Tal vez así puedan servir para algo más que para darnos la réplica.

Yolanda PALLíN


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