Teatro

La subversión del demonio

Pérez de la Fuente presenta en Almagro "El mágico prodigioso"

13 julio, 2006 02:00

Beatriz Argöello interpreta al demonio en la obra

Almagro reúne esta semana un buen número de clásicos. El lindo Don Diego, dirigida por Denis Rafter; El príncipe tirano, de Juan de la Cueva con puesta en escena de Pepa Gamboa, y dos calderones, La gran Cenobia, por el grupo de la Resad, y El mágico prodigioso, uno de los textos que mejor resumen el espíritu del Barroco.

Calderón de la Barca es, desde siempre, objeto de entusiasmos ilimitados y piedra de escándalo también sin límites; Calderón el contarreformista, el integrista; el gran arquitecto escénico, el constructor de un edificio teatral espectacular y, a menudo, genial. Los reproches que puedan hacérsele, son de orden ideológico: Calderón, propagandista de la doctrina de la Iglesia de Roma. Y no deja de ser verdad, pero es una verdad a medias; a menudo, entre el ramaje del libre albedrío, la gracia y la omnipotencia de Dios, cosas difíciles de armonizar para una mente racionalista, aparecen inquietantes chispazos de heterodoxia. Si éstos no llegan a alcanzar el grado de sistematización canónica que tiene la ortodoxia calderoniana, sí inducen a una reflexión superadora de tópicos. El romanticismo alemán encumbró a Calderón; y Goethe alimentó su Fausto de El mágico prodigioso. Muchos de los conflictos de las tramas escénicas calderonianas, también en este espectacular y turbador texto, son conflictos de conciencia dividida; lo cual, pese al protagonismo de Dios, elimina en cierta medida el corsé escolástico. Calderón, al servicio de una ideología y de una Monarquía absoluta. Pero Calderón, también al servicio de un aparato escénico y dramatúrgico que roza, en ocasiones, la genialidad con visiones anticipatorias, visionariamente cinematográficas, de gran complejidad escenotécnica.

Un demonio de mujer
El mágico prodigioso es una obra taimadamente heterodoxa, dramáticamente impecable y de escenificación casi imposible. Haberla elegido para celebrar el cuarto centenario del Teatro Principal de Zamora es un desafío audaz y mucho más desde la conversión, por parte del director Pérez de la Fuente, del diablo en diablesa, (que interpreta Beatriz Argöello): heterodoxia sobre heterodoxia.

Por heterodoxa, El mágico prodigioso es perturbadora y sombríamente inquietante. Cierto que, al final, se impone la fe cristiana, el martirologio y el sursum corda; pero el poder que Calderón otorga al demonio, el atractivo irrefrenable de la belleza y el morboso imperio de la concupiscencia, son elementos transgresores. Todo ello obliga a pensar en un Calderón, si no nihilista y descreído, sí, por lo menos, con cierto grado de escepticismo. El demonio se presenta como una fuerza vengativa y rencorosa, capaz de hacerle guerra a Dios con las mismas armas; al final, vencido, resulta cooperador necesario del esplendor de la divinidad. Calderón utiliza la figura del demonio como contrafigura, como un factor estratégico de su dialéctica. En el demonio materializa aquello que la ortodoxia formal de su pensamiento no le permitiría ni a él ni a sus personajes, llamémosles buenos.

La capacidad manipuladora del demonio es notable y nada arbitraria; actúa como contrapoder de la divinidad, como estimulante del impulso lujurioso de Cipriano (Jacobo Dicenta) y como catalizador de las tentaciones de la virtuosa Justina (Cristina Pons), una belleza estéril destinada sólo a dar testimonio de un dios tan divino que nada tiene de humano y compasivo; El mágico prodigioso, pese a su carga conceptual, es una obra eminentemente sensorial; los artificios y contradioses de la teología tienen que ser utilizados a fondo y de forma irracional para neutralizar el sentimiento amatorio y los deleites del cuerpo; más no parece seguro que ese triunfo de la virtud sea el pensamiento íntimo de Calderón. Es sospechoso, desde el punto de vista de la ortodoxia religiosa, que en el discurso dramático se igualen los goces místicos del martirio de los amantes inconclusos -Justina y Cipriano- con el disfrute carnal de los criados -Livia, Clarín y Moscón (Alejandra Caparrós, Manuel Aguilar y Leandro Rivera)-.

El diablo es un urdidor de tretas y marañas; enreda entre los amadores rivales, para deshonrar a Justina; enreda con Cipriano, mediador al principio entre Justina y sus pretendientes y enamorado sin remedio después; y enreda con Justina, asaltando la fortaleza de su castidad y suscitando su lascivia.

Melancolía erótica
Algunos han llamado al estado de ánimo de Cipriano, "melancolía erótica". Pero yo creo que, en vez de melancolía, se trata de deseo irrefrenable, concupiscencia indómita y, en el mejor de los casos, fascinación por la belleza de Justina. Por parte del demonio, recurrir a la enseñanza de la magia en vez de imponer un poder absoluto que le permitiría entregarle Justina a Cipriano sin dilaciones, es una estrategia contradictoria que conduce a la sabiduría. Con el pacto en esos términos, lo que Calderón plantea es el conocimiento iniciático como medio de posesión. Un conocimiento, vedado a la mayoría de los mortales, que pone en entredicho la omnipotencia de Dios. Para satisfacer la voluntad del demonio, bastaría la transgresión sin más; y la posesión de la mujer por Cipriano sería un acto pagado con la condenación del alma; conseguir el objeto de deseo con mistéricas artes aprendidas supone una rebelión más determinante.

Al final, el orden se restablece. Pero la fragilidad de un pensamiento, en apariencia monolítico, queda ahí. Los creyentes pueden resistir, con ayuda de Dios, todas las asechanzas contra la fe; pero las pasiones humanas, la belleza y el deseo carnal han expuesto sus razones. Eso es una hermosa subversión.