La noche en que hicimos la revolución
El original. Adolfo Marsillach, como el Marqués de Sade de la obra de Peter Weiss que encarnó en 1968 y que supuso una conmoción en la España y en la escena de entonces. Foto: Asociación de directores de escena
El estreno de Marat-Sade, el 2 de octubre de 1968, sacudió los cimientos del teatro en España. La culpa la tuvo Adolfo Marsillach que asumió las máximas responsabilidades de producción, dirección e interpretación. Durante tres días, los que Mario Antolín le había concedido para inaugurar la temporada en el Español, el coliseo de la calle del Príncipe fue el centro político del país. Naturalmente el duelo ideológico entre Marat (José María Prada) y el Marqués (Marsillach) se convirtió también en uno de intérpretes. Hoy, casi a 30 años, aún resulta memorable. La versión la firmaba un tal Salvador Moreno Zarza, seudónimo bajo el que se emboscaba Alfonso Sastre por prudencia, ya que no era cosa de echar más leña al fuego: no estaba el horno para bollos. La obra, clave en el universo dramático de Peter Weiss, tiene un título más extenso: Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representados por el grupo teatral de la Casa de Salud de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, aunque el Marat-Sade resume exactamente el espíritu de la obra: controversia entre escepticismo y revolución, entre un individualista irreductible y un agitador, un activista al que le preguntan "Marat, Marat, qué están haciendo con la revolución". En el Español de aquellos momentos, con el sobresalto del mayo francés aún caliente, el grito era una proclama subversiva.La importancia de aquel estreno obedecía a un impulso político que, además, se convirtió en un acontecimiento teatral. En pleno desconcierto y confusión sobre Brecht, Stanislawsky, Beckett y Antonin Artaud, Weiss venía a resolver algunas cuestiones con un teatro que, sin ser nada de eso, participaba de todos ellos. El impulso revolucionario que le atribuimos a Marat quizá fue excesivo; pero, 30 años después, nadie podrá quitarnos aquella ilusión. Ni la imagen bellísima de Serena Vergano (Carlota Corday) a la que, por encima de su traición, acabamos amando: la belleza siempre se impone a la revolución. La censura se cargó dos cuadros, La liturgia de Marat y Lamentable intermedio. A Weiss no le importó, con tal de que se mantuviera vivo el verdadero meollo de la obra: los debates entre Marat y Sade. Pero los enterados, comisarios políticos de la ortodoxia revolucionaria, acusaron de vendido y pactista el frío posibilismo de Marsillach. La temperatura de la sala se trasladó a la calle o a la inversa.
Al segundo día, entre las octavillas en defensa de la Revolución Francesa (efecto teatral), cayeron sobre el patio de butacas otras contra la dictadura franquista (espontáneo efecto agitador). Y se armó la gresca; el último día de representación se desarrolló bajo control policiaco. Pero no fue esto lo que causó la posterior suspensión y el escándalo internacional. Cumplidos los tres días de contrato, Marat-Sade se fue al barcelonés Poliorama. Y allí la sorprendió el Estado de Excepción en el País Vasco, de enero de 1969, que laminó las pocas libertades que existían. Weiss, como protesta contra la represión y solidaridad con el pueblo español, desautorizó las representaciones; el ministro Fraga, por aparentar normalidad, exigió que la obra continuara en cartel, y amenazó con el apocalipsis para Weiss y Marsillach si se suspendía. Marsillach, pragmático y enamorado, se fue de vacaciones a Menorca, con Emma Cohen, la nueva Corday. A punto estuvieron de acusarle de corruptor de menores, de lo que se salvó por los pelos, por unos cuantos días, según acreditaba el carné de Emma. Pero como era un posibilista, de una posterior y tormentosa entrevista con Fraga, salió el proyecto de El Tartufo, un torpedo contra el Opus Dei que, una vez en el poder, se tomó cumplida venganza. Pero eso es otra historia que se contará el día que alguien recupere aquel Tartufo, otro momento memorable.