La imagen convencional de Hamlet es la de un adolescente lánguido y rubio, pero Shakespeare lo describe corpulento y con treinta años cumplidos. Tan abrupta metamorfosis viene de la época en que Sarah Bernhardt quiso probarse a sí misma haciendo el papel del príncipe danés. El vikingo se transmutó en sílfide y a partir de entonces hasta Olivier se tiñó de amarillo canario para hacer el personaje, y eso que él lo interpretaba como si fuera Errol Flynn. En el teatro son frecuentes los travestismos. Y relevantes, además: la Bernhardt fue la máxima estrella de su tiempo, y Mei Lan Fang, actor chino que hacía sólo papeles de mujer, influyó en maestros como Brecht y Stanislavsky. Recuerdo a Nuria Espert haciendo el Próspero de La tempestad en un montaje admirable, y a Paco Martínez Soria llenando teatros con La tía de Carlos. En el Nôh y en el Kabuki las mujeres son siempre interpretadas por hombres e Ismael Merlo hizo una arriesgadísima Bernarda Alba que aún se evoca entre los más veteranos. Nuestra dramaturgia del Siglo de Oro está trufada de esas simpáticas situaciones en las que una lindísima señorita se pone un sombrero en la cabeza y de pronto todo el mundo cree que es un gallardo joven. Luego, en la última escena, se quita el chambergo y vuelve a ser una dama encantadora, inconfundiblemente femenina, como si nada. Pienso yo que esa noticia reciente del oso madrileño convertido en osa debe ser la brillante campaña publicitaria de algún montaje próximo, un clásico pasado por Ed Wood:Don Oso de los jerséis de angora verdes, por ejemplo, y no un debate serio. Porque de lo contrario me vería obligado a creer que nuestros políticos son unos negligentes, sinvergöenzas y mamarrachos que pierden el tiempo con estupideces mientras los ciudadanos padecen tantos y tan severos problemas auténticos de los que nadie se ocupa. Y eso no puede ser, ¿verdad que no? ¿Dudar yo de la clase política madrileña? ¡Jamás! Nada, está claro. Lo del oso es publicidad del próximo Festival de Otoño.