'Shock 2', la guerra nuestra de cada día
Andrés Lima vuelve a aplicarnos una descarga de teatro político armado sobre bases periodísticas. La segunda parte de 'Shock', 'La tormenta y la guerra', reconstruye el triunfo del liberalismo económico
27 abril, 2021 09:00Andrés Lima (Madrid, 1961) siempre tiene entre ceja y ceja un concepto: el de espectáculo. “Es a través de él como se puede conseguir que el público que va al teatro sienta lo que no siente leyendo un libro de historia. La emoción por encima de la información”, explica a El Cultural, al teléfono tras un ensayo de su segunda parte de Shock (La tormenta y la guerra), que estrena el próximo martes, 27, en el Valle-Inclán. La primera (El cóndor y el puma) reconstruía cómo el credo del liberalismo económico de Milton Friedman y sus Chicago Boys fue instaurado en el Cono Sur a través de milicos financiados desde Estados Unidos, Kissinger mediante. Fue un trallazo emocional. Lima escogió un graderío de cuatro bandas que rodeaba el escenario, cual estadio de fútbol. Lo hizo por dos motivos: el fútbol, primero, sirvió como distracción en plena dictadura de Videla (Mundial de Argentina en el 78) y, segundo, los estadios fueron transformados en gigantescos centros de detención y tortura. Disponer las butacas de ese modo, además, incentivaba esa sensación de espectáculo buscada por Lima.
Para la prolongación del proyecto, ha decidido mantener el mismo ‘cuadrilátero’. Lima sigue avanzando en el ensayo de Naomi Klein La doctrina del shock, según la cual las grandes corporaciones aprovechan los momentos de desconcierto y vulnerabilidad generados por catástrofes naturales, golpes de estado, hecatombes víricas… para disparar los beneficios de sus negocios y, de paso, marcarle el paso a los gobiernos. La tormenta y la guerra arranca con la llegada al poder de Reagan y Thatcher, paladines conservadores. “Es interesante que la Dama de Hierro no pudiera implantar sus políticas hasta la guerra de Las Malvinas. Gracias al sentimiento patriótico que suscitó, se disparó su popularidad, lo que le permitió ganarle el pulso a los que se resistían a sus planes”, apunta Lima, que, durante la entrevista, insiste en que su objetivo es lanzar preguntas. Cuestiones que, en mitad de nuestras pequeñas luchas cotidianas para mantenernos a flote, hemos ido soslayando.
La obra discurre, tras la crucial caída del Muro (que dejó al bloque capitalista sin contrapeso), hacia la guerra del Golfo, la del 90, que originó Sadam con su invasión de Kuwait. Entonces vimos en las pantallas de televisión, cómodamente asentados en la seguridad de nuestros hogares occidentales, cómo unos fogonazos verdes atravesaban la noche de Bagdad: la guerra como espectáculo en directo. Una guerra aséptica, sin la visión de la sangre y las víctimas, que recordaba más a una verbena que al bombardeo de una población. “Todo fue derivando hacia la locura. Detrás de los sucesos en el cono sur había al menos una épica. No es ninguna justificación, claro, pero después las mentiras cada vez fueron peores. Es increíble hasta dónde se puede llegar para mantener un modelo económico”, señala Lima, que ha encadenado éxitos como Prostitución y su versión de El chico de la última fila de su viejo cómplice Juan Mayorga.
“La guerra es una locura. es increíble hasta dónde se puede llegar para mantener un modelo económico”, dice Andrés Lima
La mentira nos lleva a la Guerra de Iraq, la de 2003, que Bush justificó con la existencia de armas de destrucción masiva en suelo iraquí. “Pronto quedó claro que la verdadera razón era el petróleo. Siempre la misma historia en Oriente Medio… Se entiende muy bien en los libros de Amin Maalouf, tan reveladores como El naufragio de las civilizaciones, que hemos tenido muy presente en nuestros talleres”.
El Centro Dramático Nacional ha doblado la apuesta por Shock. A partir del 8 de mayo podrá verse por las mañanas de los fines de semana también la primera entrega, hasta el 13 de junio. Así que abre la posibilidad de que el público se someta a una doble ‘descarga’, teniendo en cuenta que por las tardes se seguirán representando en el mismo espacio La tormenta y la guerra. En total, contando descansos, son siete horas de desfile hipnotizante de ‘máscaras’, con Thatcher, que ya aparecía en El cóndor y el puma acogiendo hospitalariamente a Pinochet en su país, donde quedó varado por la orden de detención emitida por el juez Garzón. Antonio Durán ‘Morris’, Alba Flores, Natalia Hernández, María Morales, Paco Ochoa, Guillermo Toledo y Juan Vinuesa se repartirán personajes a discreción. A saber: la mencionada exprimera ministra británica, Yeltsin, Dick Cheney, Marta Sánchez (cantando en los barcos de la armada), Tony Blair, Donald Rumsfeld, George Bush (padre e hijo), Aznar, Den Xiao Ping, Sabrina Harman (la soldado que ataba como a perros a los presos iraquíes en Abu Ghraib)… Aparte, Lima también saca a colación víctimas anónimas de las convulsiones de Iraq y Siria. El reverso humano de aquellos fogonazos catódicos aparentemente quirúrgicos.
En el plano dramatúrgico, Lima vuelve a rodearse del mismo plantel de autores que trenzaron el trabajo precedente: Albert Boronat, Juan Cavestany y Mayorga. Él se ha encargado de hilvanar sus aportaciones. La novedad es que también ha echado mano de periodistas que, como Olga Rodríguez o Jon Sistiaga, han cubierto in situ los conflictos de Oriente Medio. Cavestany, que ya escribió el encuentro en el despacho oval de la Casa Blanca en que Nixon y Kissinger decidían la suerte de Latinoamérica, ahora se ocupa de la cumbre de Las Azores entre Aznar, Blair y Bush.
Condenados a la sangre
Mayorga, por su parte, abre el montaje con una suerte de discurso puesto en boca del jurista alemán Carl Schmitt, defensor del Tercer Reich. Schmitt es una de las fijaciones intelectuales del autor de Reikiavik, un ejemplo que pone en tensión la idea de que la cultura nos blinda frente a la barbarie. Aquí formula de viva voz su teoría de la imposibilidad de escapar de la guerra: “Un pueblo que exista políticamente tendrá que decidir por sí mismo quién es su amigo y quién su enemigo y aceptar el peligro correspondiente. Si no posee la capacidad o la voluntad de tomar tal decisión, si permite que otro pueblo decida contra quién debe o no combatir, deja de existir políticamente. Un pueblo que existe políticamente decide a quién, para defender su forma de vida, es necesario matar”. La duda queda flotando: ¿estamos, pues, condenados a la sangre?