Cadáveres de personas asesinadas en 1993 en los alrededores de Vitez (Bosnia y Herzegovina).

Cadáveres de personas asesinadas en 1993 en los alrededores de Vitez (Bosnia y Herzegovina).

Historia

'No matarían ni una mosca', cara a cara con los genocidas de los Balcanes

Libros del K.O. recupera, 30 años después de la firma de los Acuerdos de Dayton que pusieron fin a la guerra en Bosnia, el ensayo clásico de Slavenka Drakulic.

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Publicada

“Genocidio, complicidad en genocidio, persecuciones, exterminio y asesinato, deportación y actos inhumanos; infligir ilegalmente terror a civiles, trato cruel, ataques indiscriminados contra la población civil y toma de rehenes”. El 11 de julio de 1995, 22 años antes de que el Tribunal de La Haya condenara a cadena perpetua a Ratko Mladic por estos 11 cargos, el temible jefe del Estado Mayor de la República Sprska –la república serbia en Bosnia– se reunió con Tom Karremans, jefe del batallón neerlandés de las Naciones Unidas, en un hotel de Bratunac. Unas cámaras grabaron el encuentro.

No matarían ni una mosca

Slavenka Drakulic

Traducción de Isabel Núñez. Libros del K.O., 2025. 208 páginas. 20,90 €

Las tropas de Mladic acaban de tomar Srebenica, a once kilómetros de Bratunac, y el militar serbio tiene acorralado al de la ONU, que ni siquiera es un enemigo sino un oficial neutral. Karremans, intimidado, agacha la cabeza y se toca el cuello nervioso. Mladic le está gritando. Le dice que él y sus hombres son prisioneros suyos.

El serbio oscila entre tres actitudes: a ratos le humilla, a ratos le ofrece tabaco y cerveza, y a ratos se ríe de él. Pero no deja de mentirle. Horas antes de iniciar el exterminio de la población musulmana de Srebenica –la mayor masacre de civiles desde la Segunda Guerra Mundial–, le dice que los musulmanes no son el objetivo de la acción. Antes ha dicho a las mujeres y a los niños que no teman, pero ya ha ordenado traer autobuses para sacarlos de sus casas. Y también ha mentido al representante musulmán del pueblo, diciéndole que, si se entregan, no les pasará nada.

Según Slavenka Drakulic (Croacia, 1949), la autora de No matarían ni una mosca, el vídeo de Mladic y Karremans es un “documento extraordinario” para entender el modus operandi de los genocidas durante las guerras balcánicas. “Todos mentían: Milosevic, Karadzic, Mladic”, escribe.

Y eso causó una gran confusión en los enviados occidentales, que no entendía cómo los líderes de la antigua Yugoslavia podían traicionar así todo lo que firmaban o prometían en las reuniones mirándoles a los ojos. “La vida en las sociedades comunistas y poscomunistas –escribe Drakulic– estaba inmersa en una cultura de mentiras. No había un código moral que advirtiera ‘no mentirás’. Cualquiera podía ver que, mintiendo, uno sobrevivía y sacaba provecho, y que decir la verdad era una estupidez”.

La escritora croata, una de las mejores cronistas del derrumbe del comunismo en Europa oriental, intenta explicar cómo una sociedad fracasada –un comunismo comparativamente más liberal que el de otros países de la órbita soviética, pero donde faltaba de todo y la convivencia pacífica era una ilusión impuesta– encontró en el nacionalismo, igualmente autoritario, una forma de continuidad.

Es muy dudoso que la conversión de milosevic de comunista a nacionalista respondiese a algo más que perpetuar su poder

El veneno nacionalista se inoculó en la población a base de mentiras y prejuicios, sostiene Drakulic. Daba igual lo extravagantes que fueran los mitos: los líderes serbios apelaban al carácter “celestial” de su pueblo; los croatas, al sueño milenario de tener un estado propio. Y los prejuicios cruzados contribuían a la construcción del otro como un objeto abstracto al que odiar: los serbios eran primitivos; los croatas, nazis; los musulmanes, estúpidos.

Sin embargo, cuando Drakulic fue a cubrir los juicios en el Tribunal de la Haya que le servirían para los retratos de este libro, se encontró con un panorama más complejo. Observó que no todos los criminales eran creyentes fanáticos. Algunos enjuiciados –como Milosevic y su mujer, Mira Markovic– habían difundido esos mitos, pero era muy dudoso que su conversión del comunismo al nacionalismo respondiese a algo más que a una estrategia para perpetuarse en el poder. Por otro lado había pobres diablos que, al parecer, asesinaban, violaban y saqueaban arrastrados por las circunstancias o con el prosaico afán de enriquecerse.

El libro, como constata Marc Casals en su iluminador epílogo, está lleno de hipótesis y de preguntas sin una respuesta clara. ¿Cómo pudieron Dragoljub Kunarac, Radomir Kovac y Zoran Vukovic, un chófer, un camarero y un vendedor, tres tipos corrientes que frecuentaban los bares de la localidad de Foca (República Sprska), violar a cientos de mujeres y niñas bosnias?

Drakulic parece decirnos que la simple oportunidad de hacerlo tal vez pesara más que la convicción. El caso de Goran Jelisic también es paradigmático: un chico “tímido y callado” que a los 23 años se presentó como “verdugo voluntario” y que mataba “al azar, y al parecer disfrutaba haciéndolo”. Se calcula que ejecutó a más de cien personas en 18 días de mayo de 1992.

El libro de Drakulic –publicado originalmente en 2004, cuando muchos criminales seguían en libertad– entabla un fructífero diálogo con Eichmann en Jerusalén, donde Hannah Arendt establecía la posibilidad latente del mal absoluto en cualquier persona. La conclusión de Drakulic no es más esperanzadora: “La gente en general tiene un potencial para el bien y el mal, y depende en gran medida de las circunstancias cuál de los dos prevalecerá”. 

El calvario de los niños bosnios

Estos días se publica una novela que, a diferencia de las crónicas de Drakulic, centradas en los victimarios, muestra el calvario de las víctimas más desprotegidas: los niños. Rosella Postorino narra en Me limitaba a amarte la historia real de unos niños de Sarajevo que se refugiaron en Italia y crecieron solos y desarraigados, lejos de su familia, su lengua y su cultura.