Image: Oscar Wilde, narrador

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Letras

Oscar Wilde, narrador

29 noviembre, 2000 01:00

Su propia vida

Si Wilde es autor de una sola novela, El retrato de Dorian Gray, también es verdad que hay otra novela de Wilde oculta en su propio personaje. No me refiero a Teleny, esa novelita homoerótica, ni al De profundis -que aportaría ciertas claves al uso autobiográfico o no, de la novela moderna-, ni siquiera a sus relatos, entre cuyas páginas -de El crimen de Lord Arthur Savile a El fantasma de Cantervile o El retrato de Mr. W.H- podríamos rastrear gestos de eso que los franceses llaman nouvelle y nosotros no sabemos como llamarlo-. Me refiero a la novela de una vida, a esa novela escrita por el propio Wilde en el libro de su vida, que ha sido novelada en tantas ocasiones, siendo sus ejemplos más recientes en España el Yo Wilde, de Miguel Dalmau -transformado ahora por su autor en La balada de Oscar Wilde-, El charlatán crepuscular de Luis Antonio de Villena -escritor de sesgo wildeano, que ha escrito sobre el irlandés en su supuesto ensayo sobre el dandismo Corsarios de guante amarillo, revisitándolo después de su Biografía del fracaso- e incluso en distintos poemas, se me ocurre ahora, de Guillermo Carnero, Pere Gimferrer o Juan Luis Panero. La vida de Wilde ha planeado en nuestra literatura última precisamente por el misterio estético y el drama novelesco de su personaje principal, dotado entre otras cosas de un talento extraordinario que quedó plasmado más que en sus ficciones, en su prosa ensayística. A ese talento tallado en vida debería referirse Winston Churchill cuando afirmó que de elegir a un conversador y a una excelente compañía, él elegiría a Oscar Wilde. (Por cierto que fue el mismo Churchill el único autor de una venganza wildeana: encarceló por fascismo a lord Alfred Douglas, Bosie, responsable, junto con el burro de su padre, no sólo del encarcelamiento de Wilde, sino de su descrédito inglés en la misma sociedad victoriana que lo había entronizado).

Tenía 46 años en el momento de su publicación seriada en un periódico norteamericano. Y un año más cuando aparece en Londres, ya encuadernado. A partir de ese momento El retrato de Dorian Gray se convierte en un territorio mítico, en una sombra que se desliza por la vida cotidiana como mito de Fausto, Jekill y Hyde, o -salvando las distancias- como las figuras del Quijote y Sancho. El retrato es parte de la memoria metafórica de la sociedad occidental. Y se encierra en ella una premonición del ocaso de Wilde, su reflejo antes de que el cuerpo y la sombra se unieran para siempre en su decadencia parisina, expulsado del mundo, alejado de él. Entendiendo el mundo como la sociedad que lo había encumbrado para luego arrojarlo a las tinieblas. Imaginemos a Wilde en París. Obeso, con la papada de una tortuga hidropésica y las manos cargadas de unas sortijas que subrayan el desdén. Aquel dandi fascinado por la novela A rébours de Huysmans -de cuya lectura nacería Dorian Gray- ya no posa ante un diván ni le sonríen las damiselas victorianas en los palcos del teatro. Todos le han abandonado. Las paradojas del azar le harán morir en un hotel de Las Bellas Artes. Aunque su retrato llevara años apuñalado, la decadencia continuaba. Por eso la decrepitud fue lenta, dolorosa y solitaria como la de un animal enfermo alejado de la manada.

Dudo mucho que en el momento de escribir Dorian Gray, Oscar Wilde supiera que estaba escribiendo los fragmentos de su propia vida. Entonces eran impensables. La pasión turbulenta por la belleza, el placer y la juventud -que se iba a encarnar por Bosie, a quien conoció el mismo año de la aparición de la novela-, el vicio de amar la vida en el límite y su incursión por la depravación bajo pretextos estetizantes -que culminaría en la novela en el asesinato- van dejando sus huellas en la pintura de Gray, que acaba apuñalada por el retratado al no soportar en el lienzo las huellas que su vida dejaba en el retrato y soslayaba en él. La suprema ficción de la vida acaba derrotando a la ficción de laboratorio mágico, porque el arte no basta para transfigurar la realidad, por mucho que sitúe la moral en un borroso estadio fronterizo. la transposición es fácil, pero no por ello menos exacta. Cuando pienso en los días finales de Wilde en París y le veo mirándose en el espejo de L'Hotel, pienso en Dorian Gray y sé que su pintor no fue Wilde, sino que la autoría de aquellos trazos de su rostro corresponde a la mano de la misma sociedad que lo glorificó para luego arrasarlo. Ella fue, sin duda, Dorian Gray. Y no pudo soportarlo.