Oscar Wilde, narrador
Tenía 46 años en el momento de su publicación seriada en un periódico norteamericano. Y un año más cuando aparece en Londres, ya encuadernado. A partir de ese momento El retrato de Dorian Gray se convierte en un territorio mítico, en una sombra que se desliza por la vida cotidiana como mito de Fausto, Jekill y Hyde, o -salvando las distancias- como las figuras del Quijote y Sancho. El retrato es parte de la memoria metafórica de la sociedad occidental. Y se encierra en ella una premonición del ocaso de Wilde, su reflejo antes de que el cuerpo y la sombra se unieran para siempre en su decadencia parisina, expulsado del mundo, alejado de él. Entendiendo el mundo como la sociedad que lo había encumbrado para luego arrojarlo a las tinieblas. Imaginemos a Wilde en París. Obeso, con la papada de una tortuga hidropésica y las manos cargadas de unas sortijas que subrayan el desdén. Aquel dandi fascinado por la novela A rébours de Huysmans -de cuya lectura nacería Dorian Gray- ya no posa ante un diván ni le sonríen las damiselas victorianas en los palcos del teatro. Todos le han abandonado. Las paradojas del azar le harán morir en un hotel de Las Bellas Artes. Aunque su retrato llevara años apuñalado, la decadencia continuaba. Por eso la decrepitud fue lenta, dolorosa y solitaria como la de un animal enfermo alejado de la manada.
Dudo mucho que en el momento de escribir Dorian Gray, Oscar Wilde supiera que estaba escribiendo los fragmentos de su propia vida. Entonces eran impensables. La pasión turbulenta por la belleza, el placer y la juventud -que se iba a encarnar por Bosie, a quien conoció el mismo año de la aparición de la novela-, el vicio de amar la vida en el límite y su incursión por la depravación bajo pretextos estetizantes -que culminaría en la novela en el asesinato- van dejando sus huellas en la pintura de Gray, que acaba apuñalada por el retratado al no soportar en el lienzo las huellas que su vida dejaba en el retrato y soslayaba en él. La suprema ficción de la vida acaba derrotando a la ficción de laboratorio mágico, porque el arte no basta para transfigurar la realidad, por mucho que sitúe la moral en un borroso estadio fronterizo. la transposición es fácil, pero no por ello menos exacta. Cuando pienso en los días finales de Wilde en París y le veo mirándose en el espejo de L'Hotel, pienso en Dorian Gray y sé que su pintor no fue Wilde, sino que la autoría de aquellos trazos de su rostro corresponde a la mano de la misma sociedad que lo glorificó para luego arrasarlo. Ella fue, sin duda, Dorian Gray. Y no pudo soportarlo.