Cada hombre (resignado personaje) lleva consigo su novela. El caprichoso azar y la esquiva fortuna son los autores de una tragicomedia con algo de cubismo y algo de folletón. En la novela de cualquier vida, los capítulos parecen escritos por manos diferentes. En la de Sender, también. La infancia es siempre una greguería inconclusa, la adolescencia una rubayata ignorante de su último verso. Ese tiempo pasa por Sender entre "el encanto del existir provinciano" de Huesca y las sorpresas de "una ciudad mediana, con mercado, río y tranvías", Zaragoza. Una mano más cínica escribe el capítulo siguiente: la Guerra de Marruecos, el descubrimiento de las entrañas de un mundo hostil. Más ligeras, pero no menos reveladoras, parecen sus aventuras como reportero en Madrid, encargado de dar forma a las noticias sobre el Crimen de Cuenca y cada vez más cercano a los círculos contrarios a Primo de Rivera. De reportero a novelista de éxito, cabeza de la "novela social", el autor de más porvenir de España junto a Lorca, en opinión de Pío Baroja.
Pero en la novela más despreocupada aparece siempre antes de tiempo la mano que escribirá las últimas páginas. En la vida de Sender escribió, con forma de cicatriz, la Guerra Civil, que se llevó a su mujer y a su hermano. A él, después de ponerse del lado republicano, le arrojó a Francia, y luego a América. Un par de veces volvió a España, pero moriría una noche en California. Sus cenizas se dispersaron en el Pacífico, salvo un puñado, que volvió a Aragón. Ahora, mágicamente, esas cenizas se reúnen y volvemos a tener ante nuestros ojos, casi conclusa, con algo más de sentido (¿quién lo desvela entero?), la novela de la vida de Ramón J. Sender.