En la mejor tradición del premio Nobel
Las claves del éxito de J. M. Coetzee, el enigma surafricano
9 octubre, 2003 02:00J.M. Coetzee, por Grau Santos
El Sr. Alfredo Nobel añadió el premio Nobel de Literatura a sus otros galardones en una de sus últimas voluntades: su propósito fue honrar a un escritor de corte idealista. Es decir, a un artista que, como él mismo, poeta aficionado, prefiriese divagar por los caminos de lo incierto, del infinito, en vez de descender a la tierra, a lo cotidiano. Su fervor idealista le hacía desagradable lo real. Pasarían años antes de que un escritor comprometido con la vida recibiese el premio; en nuestras letras, el idealista José Echegaray (1904) ganó el premio en lugar del realista Benito Pérez Galdós. Los premiados que hoy consideramos mejores son los que en sus obras mezclan ambas tendencias, caso del francés André Gide (1947) o del norteamericano William Faulkner (1949). En ellos se ofrece una combinación de arte, en su estado más puro, y de interés en el mundo que les tocó vivir. John Maxwell Coetzee entra plenamente dentro de esa tradición, la mejor del premio.Coetzee (9.VII.1940-) es surafricano, el segundo premio Nobel de Literatura que obtiene aquel país, siendo el primero (1991) Nadine Gordimer, que junto con Alan Paton, forman el trío de escritores surafricanos con una audiencia internacional importante. Forman parte de esa elite de creadores de la era global en cuya nómina figuran escritores como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gönter Grass, Martin Amis, Isabel Allende o Paul Auster. Gordimer es el tipo de escritor, como el primer Fuentes o Vargas Llosa, que entra de lleno en la problemática social de la sociedad en que vive, Suráfrica, país harto complicado por su difícil historia de separación racial, colonialismo y post-colonialismo. No sólo han sido los Boers (granjeros), de origen holandés, los explotadores de la enorme riqueza de minerales de Suráfrica y sus descendientes feroces defensores de la separación de razas, sino que los grandes intereses financieros londinenses y neoyorquinos han esquilmado sus reservas hasta los años ochenta del pasado siglo. Gordiner entra en esos temas de frente, mientras Coetzee los aborda desde el mito, desde la distancia, con una formulación asbtracta de los problemas. Gordimer en ocasiones ha criticado la distancia de Coetzee de los acuciantes problemas sociales.
Coetzee es hombre extremadamente reservado, que huye de la prensa, y que cuando concede alguna entrevista, las palabras apenas salen de su boca, y no duda en decir que no le gusta explicarse oralmente, porque no lo sabe hacer, decir bien las cosas, expresar sus pensamientos con el rigor y la extensión que se merecen. Este detalle revela mucho del escritor surafricano: que aunque su nombre pertenezca al grupo de los mejor conocidos y vendidos en el mundo entero, no es un escritor marca, que desea estar siempre en el candelero, ofreciendo opiniones sobre esto y lo otro. Por el contrario, es un escritor que prefiere vivir retraído, escribiendo.
Un hecho que marcará su vida, además del mencionado retraimiento personal, sus experiencias de crecer y vivir en Suráfrica, es su estancia en la Universidad de Texas (Austin) como estudiante de doctorado. Austin era entonces un paraíso intelectual, un Harvard en Texas. Allí se habían reunido grandes profesores en todos los campos del saber, de la literatura francesa, Roger Shattuk, Ricardo Gullón en la española, con visitas frecuentes de Borges, de Octavio Paz, o poetas como Alberto de la Cerda, Charles Olson o Robert Criley. En ese maravilloso espacio del saber, en su centro para la investigación de las Humanidades, encontró Coetzee muchos datos e inspiración para sus novelas, entre otros, de los diarios y papeles de los exploradores americanos de áfrica. Así pues, el escritor aparece cruzado, apoyado por el investigador, sus experiencias de Suráfrica se enmarcan en un largo trayecto cultural, el de la historia, conformación y descubrimiento de su país.
Esperando a los bárbaros (1983), escrita en parte en los Estados Unidos durante un sabático de su puesto como profesor de Inglés de su universidad en Ciudad del Cabo, fue un éxito mundial, y antes de que llegara al gran público ya figuraba en las listas de lectura de los programas de literatura comparada. Cuenta magistralmente, y en clave simbólica, la lucha entre las víctimas de la segregación, los indígenas, narradas, en parte, a través de la perspectiva de un magistrado de un enclave fronterizo, en su lucha con el Imperio, que sufre una crisis de conciencia ante la brutalidad con que tratan a los nativos. Fue acogida por la crítica con aplauso, aunque pronto un grupo importante de escritores de su país y de fuera empezaron a pedirle una mayor entrega a la causa social, a la lucha política, y que sus novelas reflejasen mejor la injusticia. Coetzee nunca respondió a esas peticiones, por el contrario, en sucesivos libros, tanto narrativos como de ensayos ha ido por el camino opuesto. Las vidas de los animales (1999), donde recoge las conferencias Tanner, que pronunció en Princeton (1997-98), jamás abordan los temas candentes de su cultura. No olvidemos que en las letras anglosajonas este tipo de oportunidad brindada a los escritores destacados suele llevar a presentar una especie de poética, donde se revisan los presupuestos que rigen la escritura. Famosas son las de E.M. Forster, conocidas con el nombre de Aspectos de la novela (1928). Nada hay en las Tanner que pueda servir para entender la poética de Coetzee, únicamente que la escritora que imagina dando las conferencias, se llama Elizabeth Costello, título de su obra recién publicada (2003).
Las siguientes obras consolidaron su prestigo, las novelas Vida y tiempos de Michael K (1983) y La Edad de Hierro (1990), que también ocurren en Suráfrica. Su libro de memorias Juventud: Memorias (1997) explica las ansiedades de un joven surafricano confrontando una tradición en que el pasado de afrikaner e inglés se mezclan con la realidad nacional. Sin embargo, la novela que hizo exclamar a numerosos reseñistas que Coetzee era un válido candidato para el Nobel fue Desgracia (1999). Novela escrita cuando el pasado de Suráfrica quedó suspendido, porque se había producido la transición política; el presidente del país era entonces Nelson Mandela, y había grandes expectativas de cambio, pero el ayer no dejaba de hacerse presente.
El libro cuenta la vida de David Lurie, hombre en la cuarentena, dos veces divorciado, dedicado a la enseñanza de la poesía romántica, que pierde su trabajo a causa de una relación amorosa con una alumna, y rehusa excusarse. Se aisla con su hija en una granja, donde vive una vida tranquila, hasta que la joven es brutalmente violada, con lo que la inestabilidad de Suráfrica, que intenta salir de la pesadilla de la segregación, se pone en evidencia. La novela es de una perfección narrativa extraordinaria, lleva al lector por los sinuosos caminos de la vida de David Lurie, de su hija, de los enfrentamientos generacionales, contada con una precisión lingöística que es una de las características suyas.
Quizá la única crítica que se le puede hacer a John Maxwell Coetzee, y no soy el primero en hacerla, es que su estilo no permite esas vibraciones que alargan la sombra sensible de los hechos, que a veces quedan un poco escuetos. Resulta difícil pensar en un escritor con mayores méritos que él.