Image: La pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos

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Letras

La pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos

16 octubre, 2003 02:00

Peter Handke. Foto: Begoña Rivas

Peter Handke

Traducción de Eustaquio Barjau. Alianza. Madrid, 2003. 562 páginas, 29 euros

Peter Handke sitúa la acción de esta su última novela en un horizonte temporal moderadamente futurista. Veinte años más adelante del momento actual, tiempo más que suficiente para que se hayan podido producir algunas novedades.

Por ejemplo, el primer viaje tripulado a Marte, la conquista de Belgrado por los turcos o la supresión en España del primer signo gráfico índice de las frases interrogativas. Con todo, no dos, sino unos cuantos más de esos signos serían necesarios para reflejar la perplejidad que esta obra provoca desde su propio título. Cada una de las dos cláusulas que lo componen hablan de un aspecto de la novela, que por una parte es el relato de un viaje y por otra una divagación -muy de actualidad pues la compartiría, por caso, el propio George Steiner- acerca de la pérdida de la autenticidad, de las “presencias reales” en nuestra sociedad de hoy... o de dentro de algunos lustros. En esto último Handke se muestra muy próximo al Ludwig Wittgenstein del Tractatus, para quien la imagen era un modelo de la realidad, un hecho en coordinación completa con la plenitud de las cosas. Aquí, al contrario, “la pérdida de las imágenes es la más dolorosa de las pérdidas” porque “significa la pérdida del mundo” (página 553). Ellas son sus pilares, las realidades capitales, las palabras de la lengua universal.

El perplejo lector alcanza tales evidencias en una página realmente avanzada del texto, en su capítulo final. Probablemente ha llegado hasta allí no para desvelar una intriga, por más que la susciten la protagonista, su amor misterioso y su hija desaparecida, sino por el prurito de aclarar el sentido, algún sentido, para un texto tan denso como inconexo. El tema del viaje es típico de Peter Handke, y aquí se plasma en el que una banquera de una ciudad hanseática realiza por la España árida en busca de un autor que reside en La Mancha y al que pretende encargar un libro sobre ella misma. Pero ese autor se persona solo al final, y lo que leemos no es el fruto de su trabajo, ni tampoco parece el relato que la mujer le hace de todo aquello que quiere ver escrito por él. Por otra parte, es de agradecer el guiño hispanófilo de Handke -y no es la primera vez-, pero la España que se nos ofrece es espectral en su paisaje y paisanaje, casi una extensión (todavía) de áfrica, presente aquí en las constantes palabras árabes y en la reiteración histórica de figuras como Almanzor, que convive a estos efectos con el Emperador que quiso terminar sus días en Yuste, en las estribaciones de la propia sierra de Gredos. Quienes debiéramos sentirnos más halagados por esta ambientación incrementamos nuestra perplejidad al saber (pág. 555) que “límpiale los mocos al chico del vecino y mételo en casa” es un refrán español, y cuesta imaginar en qué medida un traductor tan competente como Barjau haya podido desfigurar el dictado.

De todos modos, el homenaje mayor reside en la emulación cervantina. La obra de Peter Handke es asimismo itinerante, con ventas, encuentros y avatares, pero sobre todo es, o quisiera ser, una metaficción: un personaje en busca de su autor y, por medio, una auténtica “cuadrilla de observadores” (pág. 464), una caterva de informantes y algún que otro cronista. Pero, desafortunadamente, la novela permanece hasta el final en una especie de limbo solamente incoactivo que nada llega a resolver. Parece un relato viajero pero no lo es cabalmente; quisiera denunciar la inautenticidad de una sociedad un poco más avanzada en el tiempo que la nuestra, pero lo hace apartando a la protagonista de su medio urbano y centroeuropeo para perderla por los roquedales de un país semiafricano; apunta rasgos futuristas en la evolución de esa misma sociedad, ma non troppo; se enfrasca en la reivindicación de una metafísica de la presencia a costa de la “pérdida de la imagen”, pero non atinamos a aclararnos cuál sea, exactamente, el pensamiento de su autor a este respecto; quiere ser una metanovela, pero el engarce entre el relato de los hechos y el de cómo los hechos se están relatando es imperceptible...

Y todo ello en una prosa de una opacidad insuperable, por la inconexión de los argumentos, de los motivos, de las propias voces enunciadoras... El discurso fluye en largas retahílas monódicas, contradictorias con las acreditadas habilidades de su autor para el diálogo o la narración cinemática, y sólo se alivia en las primeras páginas del capítulo final cuando ya no queda espacio mayor para la gratificación del lector.

Criticamos, y con razón, la levedad evanescente de las historias que la posmodernidad emplaza en el centro de sus novelas. Nos sorprende, por otra parte, la escritura desatada y la extensión generosa de los best-sellers de mayor éxito internacional. Peter Handke les hace la competencia con sus casi seiscientas páginas, pero se le va la mano en aquel necesario antídoto. Ya Henry James imponía a la novela un único precepto: contar algo interesante.

Peter Handke (Griffen, Austria, 1942), quizá el narrador austriaco más importante de nuestros días y sin duda el más polémico por su postura proserbia en el último conflicto de los Balcanes, estudió leyes en la Universidad de Graz y publicó en 1966 su primera novela, Los abejorros. Dramaturgo, novelista y poeta, ha colaborado como guionista con Wim Wenders en películas como Cielo sobre Berlín (1987). Descarnado y poco convencional, entre sus obras, destacan El miedo del portero al penalty (1972), La repetición (1986), o El juego de las preguntas (1988). En la actualidad vive en Francia aunque visita con frecuencia España.