Image: El siglo de Tintín

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Letras

El siglo de Tintín

Fernando Castillo

3 junio, 2004 02:00

Tintín. Foto: DC

Páginas de espuma. Madrid, 2004. 328 páginas, 17’50 euros

Dentro de la colección ¨Voces/Ensayo¨ de Páginas de Espuma, en la que han tenido cabida biografías de personajes de ficción como el Mago Merlín o Sherlock Holmes, aparece esta semblanza dual de Tintín y su creador, Hergé, en la que el historiador Fernando Castillo aborda la lectura de los álbumes de este héroe de papel como una posibilidad de recorrer la historia del siglo XX a través tanto de lo que quedó reflejado en estas viñetas como de las ausencias que contuvieron, a las que estima igualmente reveladoras.

Es de agradecer el ensayo tanto por la calidad de su escritura y amenidad como por el hecho de que en nuestro país apenas abunden los estudios de cierta enjundia sobre un héroe que tanta literatura genera regularmente en otras latitudes, hasta el punto de que pareciera ya imposible encontrar algún nuevo ángulo desde el que estudiarlo. Tintín, elevado a la categoría de mito desde hace unas décadas, fue por igual una proyección de lo que su creador hubiera querido ser como un testigo de su concepción del mundo. Entre el aniñado personaje que vio la luz en 1929 en las páginas de un periódico ultraconservador, Le Vingtième Siècle, y el escéptico aventurero de Tintín y los pícaros de 1976, media la rea-lidad de esos años centrales del siglo XX que aún hoy siguen determinando nuestras vidas. Es posible que Castillo exagere al ver esas obras como una suerte de episodios nacionales de ese tiempo, pero, desde luego, y él lo demuestra en esta obra, son muchas las claves que podemos encontrar en ellas.

La primera etapa de este personaje sin más compañero que su perro Milú, paradigma del héroe autosuficiente y caballero andante bastante misógino, responde a la mentalidad de un Hergé católico y conservador bajo la influencia del abate Wallez, director del periódico que acogió en su suplemento juvenil al personaje, y con vocación de ser el perfecto boy-scout. Tintín en el país de los soviets, Tintín en el Congo y Tintín en América, álbumes que nunca acabaron de agradar a su creador, son obras de juventud demasiado explícitas en su anticomunismo, en su colonialismo y en su crítica hacia la sociedad estadounidense. Los tres libros, correspondientes a la etapa de formación del héroe, embrionarios, in- genuos, y plagados de estereotipos, son demasiado coyunturales y se percibe la impronta de la línea editorial del diario. Es a partir de 1932, fecha de Los cigarros del faraón, cuyos ejes son el tráfico de armas y de drogas, cuando Hergé parece asumir un mayor rigor en el trasfondo de actualidad en el que inscribe sus aventuras, y en donde el personaje empezaría a madurar, confirmando un interés por la realidad más allá de tópicos, que alcanzaría su apogeo en El loto azul (1934), para muchos su primera gran obra, donde los rasgos y sentimientos del héroe se humanizan, en buena medida gracias a su amistad con el joven Tchang, y donde el imperialismo japonés recibe un serio varapalo.

A ese período, que algunos han calificado como obsesivo por la realidad, corresponden también La oreja rota (amargo retrato de las repúblicas latinoamericanas y de los turbios intereses petrolíferos), La isla negra (literaria, más que testimonial, aventura sobre la falsificación de dinero), El cetro de Ottokar (aviso sobre las amenazas a las monarquías parlamentarias como la de Leopoldo III, el rey belga, y para algunos velada crítica al nazismo), y el arranque de Tintín en el país del oro negro (acerca de la tensión en Palestina), que interrumpiría la ocupación nazi de Bélgica. Tintín es en todos esos trabajos un consumado pacifista que ve peligrar un mundo más o menos ordenado debido a las ambiciones de los hombres. Hergé, que frecuenta amistades peligrosas, como el líder fascista León Degrelle, demuestra un gran olfato periodístico para dialogar con lo que está sucediendo en su entorno, pero es un hombre conservador al que le gustaría quedar al margen de ese mundo que se prepara para un choque inevitable.

El tercer Tintín sería el de los episodios que Hergé saca adelante durante la ocupación alemana en las páginas de Le Soir. El cangrejo de las pinzas de oro (donde hace su aparición plena el capitán Haddock), La estrella misteriosa, El secreto del Unicornio, El tesoro de Rackham el Rojo y Las siete bolas de cristal, que interrumpe la liberación de Bélgica, son aventuras que apenas contienen referencias a la realidad circundante, entretenidos enredos en los que su autor, que flirtea con el colaboracionismo, ultima el universo de su personaje, al que trasladará de su apartamento en Bruselas a la gran mansión de Moulinsart con su ¨familia¨ de hombres (Haddock, Tornasol y Néstor), pero en los que pierde esa interesante garra realista. En el contexto surgido al acabar la guerra, y tras una etapa en la que Hergé estuvo bajo sospecha, fue providencial la ayuda que le brindó Raymond Leblanc, periodista próximo a la Resistencia, que fundaría en 1946 la revista que llevaba el nombre del personaje. Tintín remataría sus dos historias pendientes (El templo del sol, que cierra Las siete bolas de cristal, y Tintín el país del oro negro), y, ya completamente definido, se encaminaría hacia su proyección internacional y a la recuperación de su condición de testigo de un mundo sobre el que se enseñorearía enseguida el fantasma de la Guerra Fría (en Objetivo: La Luna y Aterrizaje en la Luna hay una reivindicación optimista del progreso científico y una crítica al armamento atómico).

Pero el escepticismo ha calado ya en su creador, como se verá inmediatamente en El asunto Tornasol, donde la visión de la ciencia es más amarga, y donde se puede decir que llega a su término la etapa del compromiso ideológico para ceder paso al intimismo y los valores personales. Desde la aparición en 1958 de Stock de coque (sobre el tráfico de armas y esclavos) hasta su última aventura, Tintín y los pícaros (sobre el fenómeno guerrillero en Latinoamérica), el héroe se resiente a partes iguales de su condición de profesional de la aventura, como de la nostalgia de otros tiempos (en Tintín en el Tibet el autor acusará incluso el malestar de su crisis matrimonial). Las joyas de la Castafiore (1963) es una apología de lo doméstico, en la que veremos al héroe en su sillón leyendo La isla del tesoro, y Vuelo 714 para Sidney (1968), rezuma por todos sus poros una visión ética del mundo donde todo es mucho más ambiguo y relativo. Tintín, eterno joven de aspecto, seguía, como su autor, con una serie de convicciones sólidas (el pacifismo, fundamental- mente), pero, llegado a ese punto, prefería contemplar un mundo que le era ajeno desde su huerto cerrado de Moulinsart. Fue un siglo, como nos deja claro Castillo, demasiado intenso incluso para un aventurero del fuste de aquel periodista del que nunca supimos que publicara un solo artículo.


Tintinólogos
Así comienza el relato biográfico de Fernando Castillo sobre el reportero Tintín y su creador, el dibujante Hergé.
A los veinte años de la muerte de Georges Remí, Hergé, creador de uno de los personajes de ficción más famosos del siglo XX, y a los setenta y cinco años del nacimiento del joven reportero belga en las páginas de Le Petit Vingtieme, parece una temeridad afrontar cualquier aspecto relativo a Tintín, a su interpretación y consideración dentro de lal iteratura de la imagen con alguna aspiración de originalidad. Es este un tema del que, como muchos otros, parece estar todo dicho pues, como señala Benoit Peeters, uno de los más prestigiosos especialistas en Tintín, se ha escrito acerca del joven reportero belga más que sobre el resto del mundo del cómic. Sin embargo, este extremo parece no afectar a España, donde además de no abundar los estudios al rexpecto, la mayoría de ellos son meras traducciones o síntesis de obras de carácter general, asimismo de autores extranjeros.

El éxito de público de las aventuras de Tintín en nuestro país ha sido más reciente de lo que puede creerse, como revela el que hayan sido ignoradas por gran parte de los trabajos dedicados a la historia del cómic en España durante los años setenta. Pero es que además han sido hasta hace bien poco campo de controversia, cuando no de algo más que de un inocente intercambio de pareceres que rebasaba los límites de la literatura de la imagen, entre dos grupos cuya posición hacia las aventuras del periodista es antagónica. Por un lado están los tintinólogos, que no tintinófilos, pues la mayoría de los que gustan de las aventuras del reportero se reclaman peritos en el personaje y expertos en la exégesis de todo lo que se relacione con Tintín. Estos, a la menor ocasión y a menudo sin venir a cuento, hacen gala y exhibición de sus habilidades -ya se sabe, aquello del teléfono de la carnicería Sanzot o de la marca de tabaco que fumaban los agentes bordurios que secuestran a Tornasol- orgullosos de haber superado las pruebas que establece la Fundación Hergé en los cuadernos titulados ¿Es usted tintinófilo?, una suerte de divertido a la par que exhaustivo trivial pursuit sobre el reportero, para conceder al menos simbólicamente el ansiado título de experto en el personaje y convertirse de esta manera en tintinólogo oficioso.

Es esta una población que ha crecido en el solar patrio asombrosamente a lo largo de los últimos años, tanto que casi ha hecho olvidar que leer en su día a Hergé era considerado por los tintinófobos, la otra España en relación con este cómic, como una concesión graciosa a un gusto dudoso, un acto infantil reflejo de un contenido político que merecía por parte del audaz lector al menos alguna explicación, si no decididamente exculpatoria sí, al menos, justificativa. Para los incrédulos puede ser oportuno ver a este respecto la polémica mantenida en 1984 entre expertos en la literatura de la imagen acerca de Tintín y el estilo denominado, según la feliz expresión de Swarte, "línea clara" a raíz de la exposición celebrada en Barcelona sobre el periodista.