Yo he de amar una piedra
La literatura de Lobo Antunes (Lisboa, 1942) sólo puede entenderse como una rebelión contra el lenguaje, la gramática y el concepto. Las palabras son una falsificación que ha olvidado su impostura original.
El flujo de la conciencia no coincide con la sintaxis, pero la utiliza para reflejar su desorden estructural. La percepción no discurre linealmente, sino de forma sinuosa, con transiciones imposibles y sorprendentes asociaciones. La escritura es una invención de la memoria, que ordena el pasado, modificando los recuerdos y estimulando el mito, que asimila lo vivido a un arquetipo. Lobo Antunes ha repudiado el realismo porque se ha convertido en un absoluto estético, cargado de dogmatismo. Sólo es un género literario, pero se identifica con la verdad, ubicando los otros géneros en el terreno del artificio y la pirotecnia verbal.
Lobo Antunes intenta trascender el lenguaje desde dentro, reelaborando cada palabra por medio de la inspiración poética, que transforma lo ordinario y cotidiano en original y prístino. La literatura siempre fracasa porque la realidad desborda el cauce por el que circulan las palabras, pero es un fracaso que permite a la conciencia superar su ensimismamiento. Yo he de amar una piedra surge de esa tensión, donde lo individual adquiere una forma al vincularse con lo otro. No hay identidad sin experiencia de la alteridad y esa experiencia, basada en el antagonismo con todo lo que no somos nosotros, conoce el límite al desembocar en la locura. Lobo Antunes ha definido su novela como un delirio estructurado. Por eso, una de las historias que articulan el libro recrea las sesiones de psicoterapia con una enferma mental que padece insomnio crónico y una incurable melancolía. Sus frases son enigmáticas, incompletas, ambivalentes, pero no cesan de buscar el hilo que las reúna en un enunciado trufado de sentido. Su edad no está determinada por la biología, sino por la enfermedad. No se cansa de interrogarse sobre un pasado del que sólo conserva hebras, fragmentos. Su intuición de la muerte convive con su necesidad de hallar un objeto para sus afectos. El narrador se perfila como el imán de esos conflictos, posibilitando la fijación de sentimientos opuestos en una figura que se transforma sucesivamente en el padre, la madre, el amado o esa perra negra, de color de luto, que prefigura la extinción del yo.
El desconcierto de la enferma no es menor que el del propio Lobo Antunes, que evoca la incomprensión de sus padres, su lejanía, tan acentuada pese a la proximidad que acarrea la convivencia. Ese mismo sentimiento de extrañeza comparece en la reconstrucción de su matrimonio. La imposibilidad de atravesar la distancia que separa dos intimidades no se resuelve con la fusión de los cuerpos, que resuenan con tristeza al juntarse en la penumbra de una alcoba. El recuerdo de la guerra o de Lisboa no consigue mitigar la perplejidad del yo, que sólo dispone de las palabras para infundir en su conciencia un simulacro de orden, una justificación que incardine el sufrimiento en un relato, donde lo aleatorio se reviste de necesidad y sentido. Lobo Antunes finaliza el libro invocando el derecho de la subjetividad a abrir y clausurar espacios. La literatura es tan gratuita como la vida y el yo, consciente de su precariedad, puede prescindir de los otros. Su perdición es inevitable y la esperanza sólo es un ardid de la fatalidad, que nos escamotea ese porvenir, donde prevalece la nada y se evidencia la inutilidad de cualquier gesto o anhelo. La extraordinaria escritura de Lobo Antunes nos recuerda una vez más que el hombre es hijo del azar y no conoce otro destino que la infelicidad.